El cofundador, presidente y director ejecutivo de Facebook, Mark Zuckerberg antes de entrar a declarar ante el Comité Judicial y de Comercio del Senado de Estados Unidos en 2018. Foto: Win Mcnamee / Getty Images North America / Getty Images Vía AFP El cofundador, presidente y director ejecutivo de Facebook, Mark Zuckerberg antes de entrar a declarar ante el Comité Judicial y de Comercio del Senado de Estados Unidos en 2018. Foto: Win Mcnamee / Getty Images North America / Getty Images Vía AFP

Quién censura, a quién se señala

La censura digital que las grandes empresas tecnológicas han impuesto en la sociedad, y las normas explícitas para "proteger a los usuarios y las comunidades" revela la doble cara de estas empresas: tecnofeudalismo

Berta Gómez Santo TomásPeriodista especializada en cultura, feminismo y creación de nuevos formatos para plataformas digitales. Creadora de 'Demasiadas mujeres' en Radio Primavera Sound

La primera advertencia me llegó a los pocos días de estar trabajando como editora. Fue una llamada de atención que se iba a convertir en la lógica a aplicar, por obligación, en todos nuestros textos. Había escrito la palabra "violación" en un titular y aquello no era del agrado de Meta, la empresa que integra Facebook, Instagram y WhatsApp. La solución: cambiar el término por "acoso".

Mi primera respuesta fue negarme. Desde arriba programaron una videollamada para el día siguiente porque, ya se sabe, mejor verse las caras para comprender lo antes posible "cómo funciona esto". Las caritas estaban ordenadas en la pantalla y era mi momento para defender, con argumentos estudiados, por qué las palabras "violación" y "acoso" no eran sinónimas. Me cortaron sin atisbo de indignación. Simplemente no querían perder tiempo. Aquella conversación no iba de feminismo, terminología o justicia, sino sobre la posibilidad de viralizar y comercializar ese contenido. Nadie se molestó en discutir que tuviese o no razón. Esa nunca había sido la cuestión.

El tema era el siguiente: cuando trabajas en un medio de comunicación que basa su negocio en la viralidad, en realidad trabajas para las plataformas tecnológicas que permiten esa viralidad. A Facebook no le conviene que se hable de violaciones ni de otros tipos de violencia, tampoco de drogas, sexo o "posiciones políticas extremistas", porque, según explican, quieren proteger a sus usuarios y comunidades. Y si para conseguirlo tienen que restringir el alcance y la monetización de los contenidos que se publican sobre estas temáticas, lo harán. Incluso te borrarán una página con 25 millones de seguidores si lo consideran necesario. El objetivo de escribir "acoso" y no "violación" en el titular era, en resumidas cuentas, no enfadar a Facebook. En su lenguaje: no sumar flags de penalización para nuestro medio.

Si esta anécdota tiene relevancia para la censura en el arte es porque, igual que la información, casi la totalidad de cadenas de distribución y reproducción social de la cultura pasan a día de hoy por las plataformas digitales: la música, los podcasts, el cine, las series, los cómics. Incluso el acceso a la literatura, el pensamiento o el teatro están mediatizados por las plataformas. Las preorders de Amazon (compras previas al lanzamiento de un producto) determinan la tirada de un libro. Las métricas de permanencia en una plataforma condicionan la estructura de un guión. En este contexto, es lógico y habitual que las creadoras sometan su contenido (un término que mercantiliza cualquier expresión cultural y pone en el mismo saco un tuit, un reportaje en profundidad, una película o un banner) a las demandas de los algoritmos.

Recordemos: se buscan contenidos amables que generen comunidad. Lo que significa, por ejemplo, nada de pezones femeninos en Instagram ni culos en TikTok. Solo así es posible conseguir visibilidad, difusión, reputación y, en último término, la querida y necesaria monetización. Así, el periodista, dibujante o cineasta se somete a la tortura de convertirse en "empresario de sí mismo" adelantándose a los mandatos algorítmicos, mientras que los grandes medios, productoras o discográficas se someten a la línea editorial dictada por los gigantes de Silicon Valley.

En este contexto, resulta irónico que una empresa como Meta siga definiéndose a sí misma como un espacio comunitario: hacer scroll a día de hoy en Facebook o Instagram se parece mucho más a pasearse por un hipermercado infinito, escoltada por dos seguratas vestidos con sudaderas y zapatillas que se aseguran de que te portes bien y no dejes de sonreír.

"Los vínculos de las redes sociales están con la publicidad, las empresas de marketing y las marcas, no con los usuarios", explicaba la investigadora Marta Peirano en una entrevista. "Facebook tiene 300 millones de usuarios y Tik Tok, que ahora mismo es la gran plataforma social de vídeos, 600. Esta última plataforma viene con una censura implantada por un gobierno (el chino) que ni siquiera es democrático y con unas características que, en muchos aspectos, son opuestas a nuestros valores democráticos y culturales". A pesar de reconocer que la red supuso –y podría suponer si se mira a otro lugar que no sean las redes– una vía para la apertura del arte y el conocimiento, a día de hoy Peirano considera que los canales de distribución son opacos. "El modelo de imposición de esa censura ha cambiado mucho. De repente, esa decisión que se tomaba en un cuarto oscuro ya no llega como una carta sellada, sino como una idea que parece nuestra, por medio de un mecanismo de normalización, adaptación y repetición (...). En ese sentido, la censura digital es mucho más insidiosa, no puedes resistirte a ella".

Estamos hablando de unas reglas de hipervigilancia globales dictadas por un conjunto monopólico de empresas: un tecnofeudalismo que va más allá de "las redes sociales" o la "cultura digital" y que atañe a la infraestructura tecnológica sobre la que se sostienen hoy las democracias occidentales. Facebook, Airbnb o TikTok no son "espacios comunitarios", son empresas de plataforma que generan ventajas competitivas sobre las otras gracias a la acumulación de datos. En palabras de Peirano: "Administrativamente, ni siquiera están legisladas como si fueran plataformas de comunicación; lo están como proveedores de servicios, lo cual las coloca en una situación paradójica en la que pueden ejercer una censura ilimitada de forma completamente opaca sin que nadie se entere ni pueda pedir explicaciones, sencillamente porque no se puede reclamar algo que no se sabe que está pasando".

El debate es, seguro, mucho más amplio. Pero este esbozo sirve para entender que mientras el dedo señalador se enajena en su cruzada contra "la censura de lo progre", los "ofendiditos", o como quiera llamarse, los caciques de plataforma hacen y deshacen a su antojo. Por supuesto, no hay ningún error de cálculo. Más bien al contrario: la reacción de ultraderecha sabe bien a quién nombra como ejecutor de su temida "cultura de la cancelación". El problema es, se esté o no de acuerdo, que han conseguido que el debate se dé en sus términos.

En 2023, la palabra "censura" se relaciona mucho más con el feminismo, el movimiento LGTBIQ+, el veganismo o el antirracismo que con el capitalismo de plataformas. Tirando otra vez de experiencia personal, no sé cuántas veces me han acusado de aplicar la censura y propagarla en mis cuentas personales. En el debate sobre la libertad de expresión, un tuit sobre Woody Allen o Plácido Domingo se considera igual de grave, o incluso más, que la censura de palabras y pezones en Meta. Empate a uno entre Berta y Mark. Pero no, no es lo mismo. Las normas no las ponemos ni cambiamos nosotras, tampoco los términos en los que se discuten. No se trata de quién quiere censurar contenidos o por qué, sino de quién tiene el poder para hacerlo.

"No nos censura la ‘dictadura progre’, lo hace Mark Zuckerberg"

Quizá la última paradoja se da en que estas "guerras culturales woke" se desarrollan en esa misma infraestructura privada, que moldea a su antojo aquello que vemos, leemos y escribimos. La verdadera amenaza a la libertad de expresión no es que alguien llame violador a un violador en Twitter, sino que unas cuantas empresas hayan socavado las bases materiales que posibilitan un debate realmente libre. Estamos a su merced: no nos censura la "dictadura progre", lo hace Mark Zuckerberg.