Isabel Cadenas Cañón
Pepita Laguarda Batet no dejó nada escrito, ningún testimonio, ningún diario. Lo que sabemos de ella se encuentra en un par de fotografías, dos necrológicas y una breve mención a su vida en las memorias del que fue su novio. Ni siquiera sabemos si le gustaba que la llamaran Pepita.
Había nacido en Barcelona en 1919, vivía en L’Hospitalet de Llobregat, trabajaba en una bacaladería de la capital y cuando estalló la guerra tenía 17 años. Vivía con sus padres y con sus tres hermanos. Su madre, Matilde Batet, obrera del barrio de Sants, era afiliada a la CNT. Pepita también lo era, y una querría pensar que la hija se afilió al sindicato porque la política le llegó por vía materna. Pero no hay manera de saberlo.
Lo que sí sabemos es esto: cuando comienza la guerra, Pepita empieza a trabajar como enfermera en un hospital de Sarriá. Unas semanas después, oye que se está formando una columna de milicianos que van a salir hacia el frente de Aragón. Se escapa de casa, va al cuartel Bakunin y se presenta como voluntaria. Sabemos que su padre fue hasta el cuartel para convencerla de que no se fuera.
Sabemos que no lo consiguió. Sabemos que se pasaría el resto de su vida culpando a su mujer por meterle a su hija esas ideas en la cabeza: el 15 de agosto de 1936, Pepita salió de Barcelona como parte de la centuria 5 del grupo 45 —la columna Ascaso—. No fue sola: se alistó con ella su novio de entonces, Juan López Carvajal, militante también de la CNT. Cuando estalló la guerra, Juan desertó del servicio militar en Mallorca y empezó a trabajar como chófer para el sindicato. Cuando Pepita le dijo que se había alistado, le dijo que, si ella iba, él iría también.
Con ellos fueron tres amigos más. Salieron del cuartel Bakunin, desfilaron por la Diagonal armados con fusiles hasta la Estación del Norte, cogieron un tren hasta Monzón, y de allí un camión en dirección a Huesca. Al día siguiente, siguieron el camino a pie, guiados por un avión republicano que les señalaba la ruta. Sufrieron un ataque de la artillería fascista, pero consiguieron llegar al pueblo de Vicién y establecieron su cuartel general. Allí había también cientos de anarquistas y antifascistas italianos y franceses que combatieron junto a ellos, mucho antes de que se crearan las Brigadas Internacionales. Pepita nunca lo supo, pero mientras estaban allí, Juan intentó revertir su decisión de combatir en el frente: escribió una carta a sus padres y les pidió que le mandaran un telegrama al jefe de la Columna diciéndole que su padre estaba enfermo. Eso, pensaba Juan, haría que Pepita volviera a L’Hospitalet. Pero el telegrama nunca llegó.
El 30 de agosto empezó el ataque a Huesca. Juan estaba en la enfermería por una infección intestinal. Pepita fue a verlo: le dijo que iba a montarse en uno de los camiones blindados que salían esa misma noche hacia la ofensiva de Huesca. Él trató de convencerla de que se quedara con él en la enfermería: "Habrá muchos heridos, harán faltan mujeres para cuidarlos". Pero Pepita no lo escuchó. En el frente, después de varias horas disparando con su mosquetón, a las 5 de la mañana recibió un balazo en la espalda. No murió al instante. La trasladaron al hospital de campaña de Vicién, de allí al hospital de sangre de Grañén. Perdía tanta sangre que ni siquiera llegó a tiempo la transfusión que se ofreció a hacerle el mismo Juan. Murió a las 9.30 de la mañana. A las 6 de la tarde, su ataúd, envuelto en una bandera rojinegra, desfiló por las calles de Grañén. Al entierro acudieron muchos de sus camaradas y casi toda la gente del pueblo.
Unos días después, la noticia de su muerte apareció publicada en el diario Solidaridad Obrera, en la sección "Nuestras heroínas". Juan había mandado una carta al diario, y los últimos datos que sabemos de ella vienen de esa carta y de la pluma de quien firma el artículo: Pepita era "una muchacha en extremo valerosa"; "de la misma manera que manejaba los útiles femeninos, se entregaba a las tareas belicosas" y "empuñaba el fusil con idéntica soltura y decisión que el más bregado miliciano". Aun así, sus compañeros le aconsejaban que se quedara en la retaguardia, que se dedicara a esas tareas más femeninas, como la enfermería. Pero Pepita se negaba, y luchó en la vanguardia "con arrestos varoniles". Paradojas del lenguaje, a pesar de todas esas cualidades que destaca el artículo, quien lo escribe no puede evitar infantilizar a Pepita: "Ofreció generosamente su juventud —y casi podríamos decir— su niñez". Era una niña. Pepita.
Juan hizo una cosa más: mandó al hermano de Pepita, Pere Laguarda Batet, el recordatorio de su muerte que hicieron la CNT y la AIT. Pepita, melena corta y el pelo hacia atrás, ojos oscuros, nariz ancha, mira a la cámara fijamente, con intensidad, seria, serena. Nada más lejos de una niña. Bajo la foto, el texto dice: "Pepita Laguarda Batet cayó para siempre en defensa de la libertad y contra el fascismo, el día 1 de septiembre de 1936 a las puertas de Huesca". En la parte trasera de la foto, Juan había escrito: "Por la presente recibe el más afectuoso saludo, del que comparte contigo el dolor por la pérdida irreparable de un ser querido".
Pere, el hermano de Pepita, guardó ese recordatorio durante toda su vida. Pero nunca hablaba de esa joven de rasgos duros, de ese mensaje antifascista grabado en rojo, de esa firma, a lápiz, desde el frente de Huesca. Solo una vez se acercó a su hija Odile con la fotografía en la mano, y le dijo, en voz baja, "mira, nena, esta es mi hermana, Pepita. Se murió en la guerra. Era muy buena chica". Así lo contaba Odile en su casa, y esa fue la única información que trasladó a sus hijos: que el abuelo tenía una hermana que se murió en el frente de Aragón.
Uno de esos hijos, Ignasi, había visto esa foto cuando iba de visita a casa de sus abuelos, pero lo único que sabía sobre esa mujer que "cayó para siempre en defensa de la libertad y contra el fascismo" era la frase que le repetía su madre, y que de eso no se hablaba en casa. Hasta que, un día, buscó el nombre de esa mujer en internet: allí apareció el artículo la sección "Nuestras heroínas" en Solidaridad Obrera, la historia de su muerte, el nombre de Juan López —el mismo que firmaba el recordatorio que había guardado su abuelo Pere—. Nadie en su casa había visto ese artículo. Ignasi dice que en ese momento se dio cuenta de que allí tenían un tesoro, y que no lo sabían. Ha pasado los últimos años de su vida investigando sobre su tía abuela, sobre la Guerra Civil y hasta se ha hecho amigo de Helios, el hijo de Juan López.
Habla de Pepita con una mezcla de orgullo y de curiosidad.
- ¿Le gustaría que la llamaran Pepita?
- Seguro que sí. Si no ya se habría encargado
ella de cambiarlo.