¿Una España federal?

Eduardo Bayona

¿Puede ser España un Estado federal? Para muchos expertos en Derecho Constitucional ya lo es de hecho, o casi, aunque no tanto de derecho. Sin embargo, el debate sobre cómo llamar al modelo o cómo seguir desarrollándolo provoca intensas polémicas, fundamentalmente por el extendido error que lleva a confundir, o a mezclar intencionadamente, el debate sobre el federalismo con el que versa sobre monarquía o república pese a que, en realidad, la organización territorial del Estado y la distribución de competencias y dinero entre sus administraciones es una cosa y el formato de la jefatura del Estado, otra. Países tan diferentes como Malasia o los Emiratos Árabes Unidos compaginan la estructura federal con una monarquía parlamentaria mientras otros como Alemania, EEUU, o Suiza la combinan con una república democrática, por lo que la cuestión se centra más en el modelo concreto que en su denominación o en quien ocupa la cúspide.

“Hay cierto prejuicio que lleva a pensar que España es menos federalista que otros estados, cuando el funcionamiento real es federal. El desarrollo político de la Constitución nos ha llevado a vivir una realidad federal, aunque otra cosa es que eso esté juridificado”, explica Eva Sáez, profesora de Derecho Constitucional en la Universidad de Zaragoza y exdiputada del PSOE. Coincide con Pilar Cortés, parlamentaria del PP, profesora en la misma facultad y miembro de la subcomisión del Congreso sobre el modelo territorial: “Si nos fijamos en el nombre, España no es un Estado federal, pero el nivel de descentralización no tiene nada que envidiar al de países como Alemania o EEUU”, señala.

El modelo territorial de España, que suma tres niveles de Administración (local, provincial y autonómico) al estatal, está regulado en el Título VIII de la Constitución, cuyo artículo 145 establece que “en ningún caso se admitirá la federación de comunidades autónomas” al tiempo que abre la puerta a que sus estatutos les permitan “celebrar convenios entre sí para la gestión y prestación de servicios propios” sin vetar, ni mucho menos, que puedan cerrar “acuerdos de cooperación” en “los demás supuestos” con “la autorización de las Cortes Generales”. Ese mismo título establece qué competencias pueden ejercer las comunidades y cuáles son de exclusivas del Estado, aunque este “podrá transferir o delegar[se las]” por ley orgánicas.

Es decir, que la propia carta magna contempla una estructura federal del país y avala el vaciado competencial del Estado en favor de las comunidades, al tiempo que prevé, en el artículo 158, su financiación vía Presupuestos Generales del Estado “en función del volumen de los servicios y actividades estatales que hayan asumido” cada una junto con “la garantía de un nivel mínimo en la prestación de los servicios públicos fundamentales en todo el territorio español”.

¿En qué consiste un Estado federal?

¿En qué se diferencia, sobre el papel, un Estado como el que prevé la Constitución española de uno de tipo federal? En poco. El federalismo consiste, según la Enciclopedia Jurídica, en un “modo de agrupación estructural de las colectividades políticas que tiende a reforzar la solidaridad de ellas aun respetando sus particularidades” y que “implica la autonomía política” de unos miembros que “tienen una organización estatal completa” y participan en la constitución de órganos comunes dotados de competencia más o menos extensa, según el grado de integración del grupo”.

Así, el Estado federal estaría “compuesto de varias colectividades políticas a las cuales se superpone”. Se trata, por tanto, de un Estado ‘de dos pisos’ que distribuye las competencias entre esos niveles. El diseño territorial de un país consiste en algo con tan poca épica o tan kafkiano como asignar responsabilidades sobre la prestación de servicios a los ciudadanos a cada nivel administrativo y distribuir los medios materiales y económicos, junto con las posibilidades de regular esas atribuciones, para llevar a cabo esas tareas. Sin embargo, la mera mención de profundizar en el desarrollo de ese modelo, previsto en la propia Constitución, desata tormentas políticas de elevada intensidad. Habitualmente, eso sí, con más aparato eléctrico que daños materiales.

En la práctica, el modelo territorial de España no ha acabado de alcanzar un nivel de desarrollo federalista por varios motivos entre los que destacan tres: la desigualdad de competencias entre comunidades, establecida de salida con los modelos de vía rápida y vía lenta para su constitución; la incapacidad, demostrada legislatura tras legislatura, para establecer un reparto sostenible de los ingresos del Estado y, también, una perversa experiencia en el traspaso de competencias que el Gobierno central soltaba a menudo sin una suficiente dotación económica y que las autonomías iban aceptando para seguir creciendo y ganando cuotas de autogobierno.

Es decir, campo abierto a la arbitrariedad, la mayoría de las ocasiones vinculada a la oportunidad política, por la deficiente regulación constitucional de los mecanismos de traspaso de competencias y de financiación autonómica, lo que termina restando eficacia y garantías a las comunidades tanto en la gestión económica como en la prestación de los servicios.

Paralelamente, el funcionamiento diario ha llevado a los ayuntamientos a asumir servicios que no se encuentran entre sus competencias formales, como el mantenimiento de escuelas, guarderías y consultorios médicos, y a las comunidades a gastar más de lo que les corresponde en otros como la atención a la dependencia al aportar el Estado apenas un tercio del dinero que la ley le obliga a transferir. Eso, al mismo tiempo, genera duplicidades y difumina a ojos del ciudadano las responsabilidades de cada administración. A esas ‘averías’ se les añade la ausencia de foros de interlocución y debate que reúnan al conjunto de las comunidades autónomas y a la Administración central, con una Conferencia de Presidentes que, por no tener, ni siquiera tiene periodicidad (los gobiernos siempre han preferido el trato bilateral) y un Senado en el que los parlamentarios de origen territorial votan a toque de partido. Sí hay un consejo sectorial que reúne a cada ministerio con los consejeros autonómicos del ramo, pero en el que el ejecutivo central se sienta, de entrada, con la mayoría de los votos.

Viñeta de Malagón
Viñeta de Malagón

“Todo es mejorable, y lo racional sería constitucionalizar lo que hay, lo que ya tenemos, que es una realidad federal mejorable. Sería importante que la Constitución refleje la realidad, que incluye que con las reformas de los estatutos prácticamente se ha agotado el reparto competencial. Es una cuestión de formalismo”, señala Sáez, que coincide con Cortés en que una parte del Título VIII, la referente a la formación de las comunidades, está agotada.

“A la configuración competencial se le puede dar una vuelta teniendo en cuenta la jurisprudencia que ha ido emitiendo el Tribunal Constitucional (TC)”, señala esta, que discrepa de Sáez en la oportunidad de emprender ahora esa reforma. “Los comparecientes que han pasado por la subcomisión coinciden en que no es el momento de afrontarla —anota—. Alfonso Guerra decía cuando presidía la Comisión Constitucional del Congreso que para reformarla se necesitan votos y un texto, y ahora no hay texto. Y a eso habría que añadirle el contexto”.

En este sentido, ambas convienen en otros dos aspectos. Por un lado, rechazan la posibilidad de utilizar la reforma constitucional para resolver las tensiones territoriales de Catalunya. “Desde el federalismo no se puede abordar el independentismo”, anota Sáez, partidaria de “desdramatizar el asunto de la reforma constitucional, aunque sería un error hacerla mirando a Catalunya”. Y, por otro, en apuntar que algunas de las reformas que reclaman los expertos y los partidos políticos, como la financiación autonómica, “no requieren modificarla, bastaría con retocar y desarrollar algunas leyes”.

Paradójicamente, el agotamiento formal del modelo autonómico mediante procesos jurídicamente pacíficos (políticamente, no tanto) convive con una elevada conflictividad entre el Gobierno central y los de las comunidades que ha llevado al TC a pronunciarse en 177 ocasiones en los últimos diez años sobre conflictos de competencias y en 33 sobre leyes regionales:un incidente cada 17 días quizás reclama un deslinde que acote las atribuciones de unas y otro de una manera, si no definitiva, al menos clara.

El riesgo de una vuelta al centralismo

¿Cabría que, una vez abierto, ese eventual proceso derivara en una recentralización en lugar de avanzar hacia una mayor federalización? Por caber, cabría, obviamente, aunque a fecha de hoy tienen mayor peso en las Cortes los grupos partidarios de la segunda opción (PSOE, Unidos Podemos, nacionalistas y autonomistas) que los de la primera (PP y C’s, en ambos casos con matices que se exacerban al tratar de sacar réditos políticos de la situación en Catalunya).

Por otra parte, comienzan a menudear las iniciativas federalizantes en las que comunidades con gobiernos de distinto color político articulan foros y convenios de colaboración, caso del frente sobre la despoblación en el que confluyen varias de la España Interior y la cornisa cantábrica.

Y, por otro lado, está la situación del principal afectado por las decisiones políticas de cualquier tipo: un ciudadano que “sí es consciente de la descentralización”, apunta Cortés, y que va teniendo cada vez más claro qué administración se encarga de cada materia. Según el CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas), un 38,8% se muestra partidario del actual reparto competencial, un 22,9% está abierto a dar más cancha a las comunidades y un 30,8% preferiría recortar el sistema autonómico.

La Generalitat del País Valencià ha sido la primera en poner sobre la mesa su propuesta de reforma de la Constitución. “La reivindicación es lógica, pues obedece a la plena constatación de que en cuarenta años han cambiado demasiadas cosas en la sociedad española como para que no encuentren su reflejo en su norma fundamental”, señala en el documento aprobado por el Consell el pasado 9 de febrero, en el que, además de la participación de las comunidades autónomas como “sujetos políticos” en el proceso, reclama “el máximo consenso posible para asegurar el objetivo esencial de la Constitución de ser un instrumento de integración, que va más allá de su función de ordenación jurídica, y ello requiere un acuerdo en el desarrollo constitucional con el que pueda identificarse la gran mayoría de la ciudadanía”.

El título del apartado dedicado al modelo territorial, en el que pone sobre la mesa la “realidad plurinacional” del país, deja pocas dudas: “Hacia el federalismo”, con esa definición incluida de manera explícita en el futuro texto. “Los estados federales se distinguen porque los estados federados, que en nuestro caso serían las comunidades autónomas, contribuyen a conformar la voluntad del Estado, esencialmente a través de una segunda cámara parlamentaria”, indica el documento, que propone convertir el Senado en un foro de “consulta permanente y reglada” entre los territorios.

La reforma del Senado es para los expertos en Derecho Constitucional uno de los tres puntos clave, junto con el deslinde de competencias y la mejora de la financiación autonómica, para diseñar el nuevo modelo territorial. El Gobierno valenciano propone que la Cámara alta pase a estar compuesta, en un formato similar al del Bundesrat alemán, “por representantes de los consejos de gobierno autonómicos, con un número de miembros reducido y proporcional al de habitantes de cada comunidad”, y que asuma, entre otras, “las funciones de control del Gobierno federal en las materias relacionadas con la política territorial y de control de la lealtad federal”.

Sin embargo, la práctica demuestra que los miembros del Bundesrat votan en función del color político del Gobierno de su Lander (Estado federado), algo que, al tener capacidad de veto y ser mayoritarios los democristianos, derivó en constantes bloqueos durante el Gobierno de socialdemócratas y ecologistas de Gerhard Schroeder; algo para nada descartable en España. Con todo, el meollo de una eventual reforma se halla en la distribución de las competencias y el diseño del modelo de financiación. Con un añadido fundamental como la posible definición del Estado como plurinacional junto con, y en esto sí hay bastante consenso, la sustitución del grueso del actual título VIII por un listado de las comunidades ya constituidas.

La propuesta valenciana se refiere al primero de esos puntos como un medio para “mantener unido lo diverso” que se completaría con la definición que cada autonomía incluye sobre sí misma en su estatuto y su denominación. Hoy hay nacionalidades, naciones, principados e incluso reinos, por lo que el espacio para la creatividad está prácticamente agotado. Los efectos jurídicos que esas declaraciones, avaladas por el Tribunal Constitucional, pudieran tener sobre la soberanía deberían quedar resueltos en ese nuevo texto, que también habría de definir los derechos de los hablantes de las diferentes lenguas.

En cuanto a las competencias, la propuesta valenciana aboga por articular “una distribución territorial del poder a partir del principio de subsidiariedad”, por aplicar un “mínimo institucional histórico” ya existente en su mayor parte, y por último, por establecer una “concreción constitucional de listados precisos de competencias del nivel federal del Estado”. “No hay consenso en definir qué tendría que figurar en esa lista única de competencias, pero sí en la supresión de las cláusulas de prevalencia y de supletoriedad. No sería un cambio sustancial, sino más bien reconocer lo que ya hay”, señala Sáez.

¿Y cómo se financia el sistema?

No obstante, “la clave de cualquier reforma está en la de la financiación, que es el verdadero problema y que hasta ahora ha dependido de la negociación política coyuntural y ha sido caótico y carente de previsibilidad”, explica Sáez, que sitúa el mantenimiento del sistema de cupo para Navarra y Euskadi en la Constitución como el origen de las posteriores tensiones territoriales. ¿Y cómo hacerlo? “El sistema es mejorable yendo hacia un modelo en el que cada nivel de la Administración paga lo que gestiona y recauda para pagarlo. Es lo que se conoce como un sistema de separación impositiva”, indica Sáez. Ahora, las comunidades gestionan y cargan a sus presupuestos la educación, la sanidad y el grueso de la dependencia con fondos transferidos del Estado y con normas que define este. “Hay un principio básico del federalismo que consiste en que el que decide, paga”, añade.

Cortes considera viable una “reforma del sistema de financiación autonómica paralelo al deslinde de competencias”, aunque llama la atención sobre la necesidad de lealtad y de flexibilidad para diseñarlo ante la disparidad de criterios que las comunidades defienden como criterio fundamental para el reparto de los ingresos del Estado. “Requiere consensos muy amplios, y no hay que olvidar que se trata de un tema cambiante que quizás no resultara aconsejable incluir en la Constitución”, anota.

¿Y qué ocurre con los otros dos pilares de la arquitectura territorial? Ayuntamientos y provincias suelen quedar fuera del debate. El dictamen de la Generalitat sitúa a los primeros como “tercer pilar” del Estado mientras reivindica que las comunidades puedan legislar sobre las segundas y sobre sus diputaciones, algo que se antoja complejo por la resistencia de los partidos políticos, que las tienen como referentes en sus estructuras.