'Playa de Valencia', por Joaquin Sorolla. 'Playa de Valencia', por Joaquin Sorolla.

¿Hay un mundo aquí?

Pero ¿en qué consistiría ser mediterráneo? ¿Es algo que exista? ¿Qué potencia política puede tener? ¿Por qué no la tiene? ¿Se ha intentado? ¿Se ha intentado impedir? ¿Es, siquiera, posible?

Laura CasiellesPeriodista y poeta

Antes de llegar a las tiendas esotéricas contemporáneas, la baraja de tarot hizo un largo viaje. Su origen nadie lo tiene claro, pero la leyenda sirve: dicen que el principio, principio podría estar en Egipto. Otra teoría no contrastada es que viene de aún más al Oriente: de ahí que las espadas de sus dibujitos sean curvas como las de los sarracenos. También hay historias que aseguran que la difundieron los gitanos en sus viajes. Sin embargo, todo parece indicar que durante la Edad Media se sucedieron dos hechos paralelos. Por un lado, en las tabernas de mercantes se popularizaron los juegos de cartas. Por el otro, en las casas de la alta sociedad italiana, se pusieron de moda unas estampitas con alegorías. Ambas tendencias confluyeron en la ciudad de Marsella, donde llegaban los barcos que traían esas cartas de papel, populares, con las que jugaban los unos; y esas tarjetas bruñidas en pan de oro que atesoraban los otros. Ocurrió que se empezaron a barajar juntas. Algo de tiempo más tarde, hay quien empezó a usarlas para adivinar el futuro, pero esa es otra historia.

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Pienso en esto frente a un mapa que hay en el Museo de las culturas del Mediterráneo de, precisamente, Marsella. Conectividades es una exposición que repasa la historia y también el presente: la Ruta de la Seda y la batalla de Lepanto, el bouraq de la mitología islámica y la Inquisición, la nueva ciudad administrativa que se está construyendo ante la saturación de El Cairo. Me hace gracia que en el repaso de los grandes puertos mediterráneos aparecen Sevilla, Lisboa y Casablanca. Entiendo que para apreciar que un mar es cerrado, hay que saber por dónde se abre; pero no puedo evitar sonreír al pensar que estos marselleses se las han apañado para dibujar el mapa de modo que en el centro quedasen ellos mismos.

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¿Y acaso no es eso lo que hacemos siempre? Los centros de pertenencia que reconocemos articulan el dibujo de los mapas. Y según desde donde miremos, podemos ser muchas cosas, eso está claro. Escribo este texto para preguntarme y preguntarnos si tenemos, acaso, una manera de ser mediterráneos, si ese puede ser un lugar de pertenencia. Como opuesto o complementario quizás a otros: la Europa que se ha afianzado como evidente, o el atlantismo que nos une con otros hilos a otras partes. Pero ¿en qué consistiría ser mediterráneo? ¿Es algo que exista? ¿Qué potencia política puede tener? ¿Por qué no la tiene? ¿Se ha intentado? ¿Se ha intentado impedir? ¿Es, siquiera, posible?

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Un primer atisbo: cierta sensación de familiaridad al llegar a los lugares. Aterrizamos en Alhucemas o en Atenas y decimos: "No sé por qué, pero algo aquí se siente como en casa". A veces se cree intuir que tiene que ver con la luz. Con el paisaje, también: olivos, arcillas, vides. En 1979 le dieron el premio Nobel de Literatura a un poeta griego, Odysseus Elytis. En el discurso que dio allí en el frío de Estocolmo, dijo: "Mi único tesoro son unas pocas palabras […] La palabra uranos (cielo); la palabra thalassa (mar); la palabra helios (sol) y la palabra eleftheria (libertad)".

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Pero ¿en qué Grecia pensaba Elytis cuando decía eso? Lo explica en otro momento: "No es necesario acudir al saber de los artistas antiguos que levantaron obras como el Partenón, sino a los modestos artesanos que construyeron las casas y las pequeñas iglesias de las Islas Cícladas". El poeta no pensaba en los clásicos, sino en esa otra cultura más sencilla, de muros encalados, que quedó, de algún modo, ahogada por la belleza de las estatuas y las columnas. Y es que toda esta historia no es sino un continuo de superposiciones, borrados y apropiaciones.

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Piensa por ejemplo en Mercurio. En la época antigua, existían en estos mapas las hermas: unos montones de piedrecitas que se ponían a un lado del camino para demarcarlo. Esos avisos de por dónde ir pasaron a ser un pequeño pilar, al que luego se empezó a poner una cabeza. Era la de un dios que en Egipto se había llamado Thot: inventor de la escritura, encargado de transmitir mensajes. Fusionado con Anubis, dios egipcio de la muerte, los griegos lo incorporaron a su mitología como Hermes. De casco alado y rostro joven, era el protector de quienes circulan por los caminos: mensajeros, mercaderes y ganado trashumante. Se dice de él, también, que es el único que puede ir y volver desde el infierno, y que inventó la lira. Otros mitos —posteriores, burgueses— cuentan asimismo que fundó... ¡la ciudad de Barcelona! Los romanos lo llamaron, sí, Mercurio: como el planeta que solo se puede observar un ratito, durante el crepúsculo, junto al horizonte.

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Oye, si pensamos desde el punto de vista de las orillas… ¿El mar separa o une?

Oye, si pensamos desde el punto de vista de un navegante, el mar es un gran camino.

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En otro museo, el de la Kasbah de Tánger, me encuentro con un mapa familiar y extraño a la vez. Tardo un poco en entenderlo. Es el Mediterráneo, está dibujado entero, pero boca abajo. Argel, Túnez, Trípoli, están al norte. No es una performance contemporánea: es una cartografía andalusí.

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Más museos, más mapas dados vuelta: pero más sibilinamente. Las riquezas expoliadas de Egipto, de Grecia y de Babilonia se dejan ver en Londres, Berlín, Viena, como extraños rehenes bajo los flashes. En su lugar de origen, huecos y reconstrucciones.

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Heraldo de los dioses, Mercurio es también la deidad de la información. Me lo imagino hoy vagando de costa a costa, desesperado en este tiempo de fake news, tratando de entender algo, tal vez con una cámara al hombro para cubrir las llegadas de inmigrantes a Lesbos, a Lampedusa.

Me encomiendo a él en mi pregunta por la pertenencia.

"También hay desposesión en los relatos", responde, oracular.

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Mahmoud Darwish, poeta palestino, se definía a sí mismo como un poeta troyano. "Lo que falta terriblemente en el legado griego es la poesía de Troya", decía: "Aquel que impone su relato hereda la Tierra del Relato".

Ser un poeta troyano es hablar de todos los muertos que hay en el fondo del mar y en el fondo de las historias.

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Otra cosa que hay en el fondo del mar son cables, un montón de cables. Otro de los mapas expuestos en el museo de Marsella muestra las autopistas de la información que transmiten datos, datos, datos, de un lado a otro de la cuenca azul. Ese es hoy el gran comercio. Mercurio los mira y se rasca la alada cabecita. "Qué rápido va todo en este siglo", dice.

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Es verano. El dios mira un incendio y piensa que nunca ha hecho tanto calor en estas islas. Me cuenta una amiga que es verdad, que el Mediterráneo está siendo especialmente afectado por el cambio climático. Se calienta a toda velocidad. "No tiene por dónde refrescarse", me dice. Y también: "Es un punto caliente, en todos los sentidos".

Lo ha sido siempre, en realidad. Soñamos una herencia de ideales humanistas, pero si hay una constante en este mar, es el conflicto. Una historia de conquistas y de guerras por religión, por dinero, por territorio, por hegemonía. La brecha se estabiliza entre el norte y el sur cuando, en el siglo XX, la mentalidad colonial pone una muralla en mitad del oleaje, trucando hacia dónde pueden caer el poder y las riquezas. Y las imágenes. Y las palabras.

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A principios de los setenta, la teórica y activista francesa Monique Wittig y su amante, la escritora y cineasta estadounidense Sande Zeig, viajan a una isla del Egeo. Escriben un libro: Borrador para un diccionario de las amantes, en el que se propone otra mitología, una ajena a los relatos y las violencias del patriarcado. A sus protagonistas las llaman amazonas. Hoy muchas viajeras también siguen ese rastro que nombra a Safo y vislumbra otra genealogía posible. Porque por un lado camina lo real, pero, por otro, las mitologías se dan relevos. Los sueños flotan.

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Dice el investigador José Enrique Ruiz-Domènec que una de las grandes aportaciones de la cultura mediterránea es el coro: una voz colectiva que responde.

Si decimos "Mediterráneo", desde el fondo del mar el coro responde: intercambios, alfabetos y monoteísmos, fenicios y piratas, palabras con sutiles mutaciones, imperios y turismo, fronteras y diásporas, pateras en la noche, botes de salvamento, almendros, alcazabas. Mitos, muertos. 

¿Es alguno de esos nuestro nombre? ¿Qué podemos cantar?

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Mira, sobre la arena del patio, este resto de mosaico: hay teselas enteras, teselas gastadas, teselas rotas. Surcos en el suelo y algunos trozos de azul. 

Oye, ¿qué ves?

Oye, ¿cómo completas la figura?