Opinión

Mediterráneo, el llanto eterno

Por Virginia P. AlonsoDirectora de Público

6 de enero de 2024

Quizás porque mi niñez sigue jugando en tu playa, cuando veo la luz del sol bailar sobre el agua y la espuma blanca de las olas pequeñas morir en la arena, cuando respiro el olor de su salitre y los verdes y azules se combinan con el rosa y el morado de las adelfas y las buganvillas, siento el Mediterráneo como 'mi' mar. No importa dónde esté: en el Empordà, en la costa valenciana, en Sóller, en el Cabo de Gata o en Tarifa, donde el Atlántico cierra el paso al Mediterráneo y donde Europa deja de serlo a tan poca distancia que, en los días despejados, el monte Jebel Musa de Marruecos y el relieve costero del continente vecino se dibujan casi al alcance de la mano.

En algún punto de esa costa gaditana me sentaba hace años con mis hijos, niños entonces, y les señalaba la costa de enfrente. Desde nuestra confortable orilla intentaba hacerles entender la pequeñez que representan 14 kilómetros y el abismo en privilegios que esconde esa distancia ínfima; es decir, cómo nacer en esta arena o en aquella puede significar estar de vacaciones en la playa y comer atún de almadraba en Barbate o enfrentarte a las fuertes corrientes marinas del Estrecho a bordo de una patera para buscar algo que se parezca a un futuro.

Casi 500 millones de personas viven a orillas del Mediterráneo. Un mar prácticamente cerrado que ocupa 2,5 millones de kilómetros cuadrados, que baña 46.000 kilómetros de costa, 8.750 islas, una veintena de países, y que une Europa, África y Asia. Una enorme masa de agua que representa menos del 1% de la superficie total de los océanos, pero que alberga una de cada diez especies marinas. Y, también, una gigantesca autopista marítima por la que circula el 25% del tráfico mundial de buques y embarcaciones.

Aunque, estemos donde estemos, el Mediterráneo siempre nos haga sentir en casa, su cuenca no es un área homogénea en riqueza y son palmarias las desigualdades entre los litorales norte y sur. Tanto que este tantas veces pretendido espacio de unión a lo largo de la Historia constituye ahora más bien una frontera entre ambas latitudes; una mortífera frontera.

Sumergirse en sus cada vez más cálidas aguas es adentrarse en un inmenso cementerio acuático. Desde 2014, casi 60.000 migrantes han "desaparecido", según el proyecto Migrantes Desaparecidos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Casi la mitad de ellos, en el Mediterráneo. El 63,3% de los cuerpos no han sido recuperados.

El Mediterráneo es hoy ese mar a cuyas playas atestadas de turistas arriban barcazas cargadas con personas que huyen de otros lugares a ninguna parte. Porque las puertas del norte, de Europa, están cerradas. Están cerradas para los pobres, para los refugiados de otras guerras que no sean la de Ucrania, para quienes escapan de la sequía, de la escasez, de la miseria o de conflictos que no se libran dentro de las fronteras del Viejo Continente. Las puertas están cerradas porque Europa ha desembolsado miles de millones de euros para que países —mediterráneos— como Turquía o Libia hagan de muro de contención. Lo que suceda entre esos opacos muros y Oriente Medio o África a quién le importa.

El Mediterráneo es hoy también ese mar cuyas ciudades dan la bienvenida de manera incesante a inmensos cruceros, a pesar de que el combustible que usan (el fuel oil) sea el más contaminante y de que la huella de carbono por persona y kilómetro en estas embarcaciones sea superior a la de los aviones.

Aparte de los flujos migratorios y del turismo insostenible, hay algo más que comparten todos los vecinos de la cuenca mediterránea: ser una de las principales zonas cero del planeta en la emergencia climática. Y esto ya no es una amenaza, sino una asfixiante realidad. El pasado verano, España sumó 552 récords de temperatura. Hubo zonas que llegaron a registrar 30 grados por la noche. Esto es una consecuencia directa del calentamiento del Mediterráneo: cuando sus aguas superan los 25 grados, el mar deja de enfriar el aire.

Por sí solo este calentamiento es letal para la fauna y flora marinas. Pero si le añadimos que el Mediterráneo es ya el mar más contaminado del mundo y el más sobreexplotado pesqueramente de Europa, el resultado es que, en menos de 70 años, ha perdido un 41% de sus mamíferos y un 34% de sus peces. Otras especies, como la foca monje, están al borde de la extinción. Y la posidonia, el manto marino donde se alimentan y reproducen más de 400 especies de plantas y 1.000 especies de animales, y cuya función es también proteger las costas de la erosión de las olas, se ha reducido en un 40%.

No son pocas las zonas que empiezan a tener problemas de desertización. La falta de agua dulce ya ha provocado tensiones entre Egipto, Etiopía y Sudán por la construcción de una presa en el Nilo. Los conflictos armados y la inestabilidad en Oriente Medio y en países africanos como Sudán auguran un aumento de movimientos migratorios y de refugiados.

Esto también es la idiosincrasia mediterránea, más allá de su luz, su olor, su calidez o su dieta. La idiosincrasia que nace de tres continentes antagónicos, con toda su riqueza y conflictividad. Nadie lo cantó mejor que Serrat:

Yo, que en la piel tengo el sabor

amargo del llanto eterno 

que han vertido en ti cien pueblos 

de Algeciras a Estambul 

para que pintes de azul 

sus largas noches de invierno

a fuerza de desventuras

tu alma es profunda y oscura.