Opinión

Migraciones y cambio climático: el reto de la adaptación

Teresa RiberaVicepresidenta tercera y ministra para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico

1 de octubre de 2021

Decenas de migrantes cruzan el Río Grande que conecta el norte de México con Texas, EEUU. — REUTERS/Adrees Latif

Con demasiada frecuencia, tendemos a centrarnos en los impactos del cambio climático sobre el medio natural, pero subestimamos sus efectos adversos sobre la salud global, las finanzas, la economía, el bienestar social o la seguridad humana. En el año 2020, cerca de 40 millones de personas se vieron obligadas a dejar su lugar de residencia habitual y el 75% lo hizo huyendo de desastres naturales, de acuerdo con el último informe del Centro de Control de Desplazamientos Internos (IDMC, por sus siglas en inglés).

Una tendencia al alza, y extendida a lo largo y ancho del globo: prácticamente todas las regiones habitadas del mundo han experimentado movimientos migratorios vinculados a eventos climáticos extremos, como ciclones, terremotos o huracanes.

Sirva este espacio de conocimiento y reflexión en torno a las migraciones climáticas ofrecido por Público, y al que amablemente me han invitado a participar, para visibilizar un fenómeno que no deja espacio a respuestas simples ni a razonamientos maximalistas. Un problema tangible y creciente, pero con múltiples elementos entrecruzados que no siempre permiten establecer una única relación causa-efecto, ni desgajar los motivos que obligan a una persona, una familia o un grupo humano a desplazarse.

El clima como elemento amplificador de riesgos globales

Hablar de migraciones forzosas es hablar de pobreza y desigualdad, de hambre y tensiones demográficas, de conflictos armados y desastres naturales, o de todo ello al mismo tiempo. De realidades complejas que en muchos casos convergen. Y sobre las que el cambio climático actúa como elemento amplificador.

Hay un hecho incuestionable: a medida que la degradación ambiental aumenta, se enturbia el mapa de riesgos globales.

El ejemplo más ilustrativo, por evidente, es el de los territorios costeros o las zonas bajas, cada vez más inundadas por el derretimiento de los polos y el consecuente aumento del nivel del mar. Pequeños Estados insulares como Kiribati, en el Pacífico, están siendo literalmente engullidos por el agua. Una lucha por la supervivencia física bajo la que penden -no queda más opción- el resto de sus políticas.

Otros procesos asociados al cambio climático más lentos y progresivos (y por tanto menos visibles) como la desertificación, contribuyen en gran medida a los movimientos migratorios. La escasez de agua y la inseguridad alimentaria empujan a las personas a huir hacia otras ciudades o pueblos dentro de sus propios países o, en menor medida, a cruzar las fronteras nacionales.

En su mayor parte, las migraciones asociadas al cambio climático son también migraciones asociadas a la falta de recursos o de infraestructuras. La caravana de migrantes que abandonan el Corredor Seco de Centroamérica o los migrantes trashumantes del Sahel no comparten geografía, ni contexto político ni social, pero sí una amenaza común: las sequías extremas y la degradación de la tierra.

Clima, economía y desarrollo constituyen así un trinomio difícilmente divisible al que a veces se suma un cuarto elemento desestabilizador: la violencia.

Europa y la comunidad internacional no pueden permanecer ajenas a esta realidad. Debemos actuar con decisión en la protección de los desplazados, a través de la cooperación al desarrollo y de ayuda humanitaria. Pero también con políticas de adaptación.

El cambio climático, como las pandemias, no entiende de fronteras ni de clases sociales. Si bien afecta con especial crudeza a los países y grupos sociales más vulnerables, nadie es inmune a sus efectos.

Un doble objetivo para España: anticiparnos y aumentar la ambición

Sin ir más lejos, la región mediterránea es un punto caliente del cambio climático, y España es uno de los países de Europa más expuestos a sus consecuencias. El aumento de la temperatura y las sequías y la reducción de precipitaciones podrían comportar importantes daños en la península ibérica, y en especial en la mitad sur, si no se toman medidas anticipatorias.

Nuestra preocupación y compromiso en torno a este desafío es firme. Hemos invertido en un mejor conocimiento para elaborar un Plan Nacional de Adaptación al Cambio Climático (PNACC) que hoy cumple un año desde su aprobación.

El PNACC representa nuestro esquema nacional para la gestión del riesgo y nos permitirá orientar mejor la recuperación que estamos emprendiendo. Sin duda, contribuirá a generar un sector primario más resiliente, cohesionar y vertebrar el medio rural, prepararnos para un turismo de mayor calidad, crear infraestructuras más seguras y resilientes y recuperar la biodiversidad.

Al mismo tiempo, estamos trabajando en un Plan Estratégico Nacional para la Protección de la Costa, financiado por el Programa de Apoyo a las Reformas Estructurales, un documento que recogerá las líneas establecidas por el Ministerio para la gestión de la costa y que deberá servir como base para la elaboración de los instrumentos de planificación de las actuaciones en el litoral.

Los esfuerzos para mejorar y reforzar la respuesta al cambio climático en materia de resiliencia y adaptación son clave. Con estos programas no solo evitaremos o minimizaremos daños; también aportaremos mayor estabilidad económica y social, mayor certidumbre a las inversiones y nuevas oportunidades de empleo.

La situación dramática que ya viven muchas comunidades se verá enormemente agravada si desoímos las proyecciones científicas y no integramos la acción climática como eje vertebrador del resto de las políticas. Es fundamental tomar consciencia de nuestra vulnerabilidad y concentrar nuestros esfuerzos en el doble objetivo de prepararnos para el cambio climático y aumentar la ambición para mitigarlo.