Serigne Mbayé, diputado por Unidas Podemos en la Asamblea de Madrid.- JAIRO VARGAS

Serigne Mbayé: "Mi historia es de éxito, pero preferiría mi vida anterior"

Jairo Vargas

"Era domingo cuando subí a la patera en la playa de Saint Louis. Nos rescataron cerca de Tenerife un sábado por la noche. Estuvimos siete días en el mar. Fue un viaje muy duro, pero no teníamos alternativa. Mi país estaba cada vez más jodido y sigue empeorando". Serigne Mbayé (Kayar, Senegal, 1975) es un poco de muchas cosas. Senegalés de nacimiento, pero español por documentos. Migrante por razones económicas, aunque derivadas del cambio climático y la sobrepesca industrial. En mayo, fue elegido diputado por Unidas Podemos a la Asamblea de Madrid, para disgusto de Vox, la ultraderecha trumpista marca España que reniega de la hazaña de Serigne —a quien quisieran deportar— y también de que el calentamiento global sea una realidad palpable, acuciante en gran parte del planeta.

El final de su historia es mucho mejor del que siquiera pueden imaginar sus compatriotas que deciden jugársela en el mar para granjearse un futuro que se les niega en su tierra. "Mi caso es un éxito, me va muy bien, aunque no fue una decisión libre. Quería haberme quedado en Senegal. Ahora tengo la responsabilidad de ser la voz de muchas personas. Pero prefería mi vida anterior, era muy feliz siendo pescador, no nos faltaba de nada", confiesa.

El problema es que esa vida "ahora no existe, se acabó". Se la llevaron en sus redes de arrastre los grandes barcos pesqueros asiáticos y europeos que esquilman la costa de África occidental. Quedó yerma, como los campos húmedos del interior, donde los agricultores cosechaban verdura para sus familias y vendían el excedente. "Todo pasó en pocos años, la estación lluviosa ya dura la mitad", alerta. Ahora, la sequía hace imposible que la tierra rinda, y los campesinos han ido abandonando sus predios para probar suerte en las ciudades o en los pueblos pesqueros, cambiando la azada por las redes. Pero estas hace ya tiempo que salen vacías casi siempre, como los bolsillos de cientos de miles de familias. Eso fue lo que le ocurrió a Serigne.

Su padre era agricultor del interior del país, "y le iba muy bien", rememora. "Sembraba cacahuete, mijo, yuca y todo tipo de verduras tras la estación de lluvias. Había tanta humedad en la tierra que casi no había que regar", dice. "Crecí entre la pesca y la agricultura y toda la familia era muy feliz. Había abundancia, pero el clima más caluroso, el aumento del nivel del mar y la sobrepesca han destruido nuestro modo de vida", lamenta. "Es el capitalismo. Las demandas del mercado llevaron también a muchos agricultores a cambiar los fertilizantes ecológicos, como restos de pescado y abono animal, por productos químicos que hacían crecer tomates preciosos. Pero en pocos años, la tierra se devastó, quedó seca y dura, y apenas hay buenas cosechas", explica.

Recuerda que, con 20 años, su hermano y él no daban abasto capturando "grandes pulpos o meros a pocos metros de la playa" de Kayar, el pueblo de su madre, pero los bancos de peces fueron desapareciendo al mismo ritmo que asomaban cada vez más faros de buques pesqueros en el horizonte. "Si un día pescabas bien en una zona, al día siguiente ya no había peces. Los cebos salían intactos pero cubiertos de barro. El fondo era barrido por los pesqueros de las multinacionales la noche anterior". Cada vez había que adentrarse más en el océano, en barcas artesanales. "Era peligroso y tenías que estar dos o tres días faenando para no llevar nada a casa. No tenías dinero ni para la gasolina", recuerda. Y así fue como empezó a fraguarse la idea, medio en broma, medio en serio, de utilizar los cayucos para irse a Europa. Cuando se confirmaron los rumores de que "ese suicidio" de travesía era posible, de que un chico de su pueblo lo había logrado, a Serigne dejó de parecerle descabellado. "No había futuro, mi familia ya tenía problemas económicos", responde.

Un domingo de 2005, Serigne llegó a Saint Louis tras una maratoniana jornada de pesca improductiva. En la playa, vio a mucha gente cargando enseres en un cayuco. "Sabía que eso no era para pescar. Pregunté y me dijeron que se habían organizado para ir a España". No se lo pensó. "Me lancé dentro, intentaron tirarme al agua porque no había pagado, negocié con ellos. Sabía navegar y ayudé en la travesía", explica. 95 personas se echaron a la ruta más peligrosa hacia Europa, más de 1.300 kilómetros de Atlántico encrespado. Llegaron 94.

"Tras varios días, la gente tenía alucinaciones. Creían que iban por tierra. Algunos decían que les avisáramos cuando pasáramos por tal o cual ciudad. Un amanecer, uno de los chicos se levantó, desorientado. Se tiró o se cayó. Se hundió como una piedra y no pudimos recatarlo", recuerda.

En España lo llamamos la "crisis de los cayucos", aunque la crisis real era climática y económica. Más de 20 años y una pandemia después, la historia se repite, agravada, mientras Europa solo levanta muros para frenar lo inevitable. "Nos estamos cargando el planeta. En el sur ya lo hemos visto y, poco a poco, lo notamos también en el norte. Filomena, este calor loco en Madrid o las inundaciones recientes de Alemania son avisos claros", apunta. Ahora, Serigne, su pueblo y la pelota están en nuestro tejado.