Nunca fueron solo cuatro
La mayor fosa común de la Guerra Civil hallada hasta ahora en Euskadi está en el cementerio más antiguo de Bilbao. Un proyecto de la Sociedad de Ciencias Aranzadi ha convertido el camposanto en un aula disciplinar que busca dignificar la caída de quienes trataron de defender la ciudad del fascismo.
Anunciación llegó hace cuarenta años al barrio, pero sigue diciendo que ella no es de aquí. Llegó de Tabliega, pero prefiere decir que es de Medina de Pomar (Burgos) porque nadie suele saber dónde está exactamente su pueblo. Montó una tienda de ultramarinos y ahí sigue, impertérrita, viendo cómo cambia la zona. Dice que ya no queda gente joven y que se nota, sobre todo, a las mañanas. Eso sí, desde la banqueta en la que se deja fotografiar, explica algunos detalles que demuestran, según su parecer, por qué España es un país más retrasado que otros. “Los turistas no quieren bolsa”, dice. Porque contaminan, claro. Su comercio está en lo que la mayoría de los y las bilbaínas conocerán como Begoña aunque es, en realidad, el barrio de La Cruz. Los guiris deben de llegar sedientos a la tienda tras subir las calzadas de Mallona, una construcción de 351 escaleras que aparece en casi todas las guías turísticas de la ciudad. Las que somos de aquí, también Anunciación, subimos en el ascensor del metro. El barrio ha cambiado, sí, pero ella sigue teniendo algo de negocio. Justo al lado tiene unas canchas de fútbol y a 260 metros está la Basílica de Begoña, uno de los grandes reclamos de la ciudad. Ella, sin embargo, se pregunta incrédula: “¿Qué tiene Bilbao? Pues poca poca cosa: ahora el Guggenheim, pero hasta ahora la Basílica, el funicular y poco más”. Entre la tienda de Anunciación y la Basílica está, sin que llame especialmente la atención, el bar de Edurne y, un poco más adelante, justo al otro lado de una carretera que apenas tiene tráfico, el cementerio. Ninguna de las dos conoce a nadie que haya estado ahí enterrado: “Debían enterrar (sic) a gente de dinero”. La cercanía con la Basílica, desde luego, le da cierto estatus. Ambas hablan con bastante indiferencia de los últimos hallazgos. Han escuchado algo en la prensa, pero poco más.
“¿Os ha impactado de alguna manera la aparición de las fosas?”, pregunto al aire en el bar de Edurne, y, casi al unísono, responden los parroquianos: “Pues la verdad es que no”. Anunciación aprovecha para preguntar algo también ella: “¿Qué es eso amarillo que hay en la puerta?”. Es una pequeña exposición que explica lo que están haciendo dentro del cementerio. No se ha parado nunca a leerlo.
Juana también lleva toda la vida en el barrio y tiene claro que a ella lo único que le dan miedo son los vivos. Eso sí, ha recibido con mucho entusiasmo las obras que se están llevando a cabo en el cementerio porque, entre otras cosas, han talado los árboles que evitaban que le entrase la luz a casa. Quieren construir un parque y eso no le convence tanto por el jaleo que puedan montar las criaturas. La parcela es de 7.000 metros cuadrados y el Ayuntamiento de Bilbao pretende que se convierta en lugar de ocio y esparcimiento que sirva, además, para conocer en profundidad la historia de la ciudad a través de su primer cementerio. Van a poder hacerlo gracias al proyecto Begoñako Argia —la luz de Begoña—, gestionado por la Sociedad de Ciencias Aranzadi.
Pasear por cementerios
Anartz Ormaza, arquitecto y coordinador del proyecto, contaba en La Tribuna, un programa de Telebilbao, que ya habían escaneado en 3D todo el cementerio y que habían catalogado cada tumba, cada lápida, cada escultura. A partir de ese trabajo empiezan a decidir qué elementos tienen interés para ser guardados. ¿Por ejemplo? La única lápida prefranquista que se conserva en euskera. No saben bien cómo pudo sortear la violencia de la dictadura, pero el señor Zubieta se queda en casa aunque esto ya no vaya a ser un cementerio. Está ahí, ni más ni menos, desde 1934. En otras zonas de Europa hay más costumbre de pasear por cementerios aunque las visitas guiadas que dinamiza Ormaza cada vez tienen más éxito. En este cementerio, por ejemplo, podrían ser un reclamo las esculturas del famoso Quintín de Torre Berástegui (1877- 1966), la tumba del también escultor bilbaíno Bernabé Garamendi o la historia de Wilhelm Wakonigg, un espía nazi al que pillaron trabajando para el Bando Nacional. Consejo de guerra y alta traición. Estuvo también allí enterrada la fotógrafa Eulalia Abaitua, que falleció en 1945 y es la primera mujer vasca dedicada a la fotografía de la que se tiene constancia.
Hasta 1925, el cementerio era un camposanto religioso que dependía de la Anteiglesia de Begoña y, a partir de 1933, pasó a depender del Ayuntamiento de Bilbao sin dejar de ser religioso. A partir de la aprobación de la II República se convierte en un cementerio civil, pero duró poco. En 1938, la ciudad ya estaba tomada por el Franco y el cementerio volvía a ser un lugar de esos como Dios manda. El grueso de la información registrada recoge los enterramientos de más de 3.000 personas entre 1933 y 2003. Parece mentira que en esa parcela quepan tantos cadáveres, pero los huesos son fáciles de apilar. El último enterramiento en tierra está registrado en 1943, pero quienes tenían panteones pudieron ser enterrados allí hasta 2013, tres años antes del cierre definitivo. En el cementerio aún se conserva parte de las ruinas de una capilla arrasada por el fuego y una camada de gatos, todos negros, se esconden entre las ruinas del ruido.
Arqueología y cepillos de dientes
En una caseta de obra, la arqueóloga Carme Coch vuelca la información que han ido encontrando sus compañeras y compañeros en cada una de las excavaciones. En un vaso de plástico, entre bolis y lápices, tiene un par de cepillos de dientes: “Esto es lo mejor”, dice. Un equipo multidisciplinar, formado por profesionales de la criminología, biología, antropología, medicina forense y bellas artes trabajan tratando de descifrar las pistas que ofrecen los huesos, las piedras de los mausoleos, los mensajes de las lápidas. De rodillas, sobre un cojín naranja, con pequeños artilugios, van descifrando qué pudo pasar con esos cadáveres. Tratar de averiguar edad, sexo y causa de la muerte. No siempre es fácil, pero ya tienen mucho callo. Miran el cráneo, la pelvis, analizan los huesos. La arqueología es rudimentaria. Apuntan en un papel todo lo que encuentran. Bajo la lluvia, bajo el sol. Esperamos pacientes a que acaben de descubrir por completo un cráneo, pero está roto. Los huesos están amontonados, enterrados unos sobre otros. Hay buen material en el Cementerio de Begoña. Una de las construcciones, por ejemplo, parece haber sido construida con piedras de la mismísima Basílica. Ya lo había dicho Anunciación: “Aquí enterraban a la gente de bien”. Está todo patas arriba porque aún están escarbando. Al mediodía todos y todas se van a comer fuera, menos el hombre que conduce la grúa. Él come ahí mismo. No es buena idea ir en chanclas.
Rebuscar en la tierra (y en la historia)
El trabajo que están haciendo, desde diferentes perspectivas, ha convertido este cementerio en una gran escuela para muchas disciplinas científicas. Geólogas y geólogos de la Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitate, por ejemplo, están analizando las piedras del camposanto a través de las metodologías que ofrece la petrología —o litología—. Es una técnica muy útil para conocer, entre otras cosas, la situación socioeconómica de una sociedad, de una época, a través de las características de sus piedras. Los primeros documentos del cementerio de Begoña datan de 1811, un par de años antes de que dejase de ser obligatorio enterrar los cadáveres en las iglesias. Es el más antiguo de la ciudad, sí, y, probablemente, el que refleja mejor su historia. Está dividido en algo así como “barrios”: San Juan, Santa Lucía, San Pedro y Santa Teresa. Una mujer se acerca a la puerta del cementerio y pregunta, curiosa, qué está pasando. Ha estado mucho tiempo ingresada y no se había enterado de nada. Se le llenan los ojos de lágrimas cuando dice que su padre seguro que sabría algo.
Historia viva de nuestras muertes.
De nuestras guerras.
Si buscas, encuentras, y han encontrado ya cuatro fosas comunes que corresponden a distintos momentos históricos: las guerras carlistas, la Guerra Civil y el cólera de 1894. Han exhumado ya los restos de más de 2.900 personas en fosas de diferentes niveles. En algunos casos la sorpresa ha sido mayúscula. Sabían que había algún enterramiento de la Guerra Civil. Los documentos oficiales hablaban de algún muerto en bombardeos, de alguna muerte por disparo. Había que escarbar más y, efectivamente, ahí estaba. En este pequeño cementerio, uno de esos solemnes, de los que en Europa serían parque, está la mayor fosa común de la Guerra Civil hallada en Euskadi. Ninguna documentación hace referencia a ella. Han aparecido, exactamente, los restos de 46 personas y, al parecer, se trata de soldados republicanos que murieron en la defensa de Bilbao entre el 15 y 18 de junio de 1937. Lo más probable es que sean víctimas de la batalla de Artxanda. Según una nota del Gobierno vasco, “en los trabajos de excavación se ha recuperado numeroso material: monedas, objetos personales, botas, hebillas, y un total de cinco chapas identificativas”. Esas chapas dieron las primeras pistas. Podría tratarse de miembros del Batallón San Andrés, unidad vinculada al sindicato nacionalista Solidaridad de Trabajadores Vascos (ELA); milicianos del Batallón Jean Jaurés de UGT; y puede que miembros de algún grupo anarquista. Tras los hallazgos, desde Gogora, el Instituto de la Memoria, la Convivencia y los Derechos Humanos, se animaba a las familias de víctimas del franquismo en Bilbao a que acudieran a hacerse pruebas de ADN con el objetivo de reconocer los restos.
Poco a poco. Eso sí, con los cinco muchachos a los que enterraron con sus chapas, han cantado ¡bingo! Las cinco chapas corresponden a Ramón Crespo Ortiz, Fernando La Hera Urrutia y Ángel Pérez Puertas, milicianos del batallón Jean Jaurès adscrito al sindicato UGT; Inazio Lopetegi Oliden, gudari del batallón San Andrés de STV; y Lucas Galvete Gainza, miliciano del batallón Capitán Casero, de Izquierda Republicana.
Bilbao caía el 18 de junio. Alejandro Goicoechea, creador de la fortaleza del Cinturón de Hierro que protegía la ciudad, había entregado al bando enemigo toda la información que tenía en su haber sobre la construcción. El Bando Nacional lo dio todo. La operación tuvo algunas particularidades. 200 personas, 12.000 soldados para dos kilómetros, 110 aviones. Aitor Miñambres, director del Museo Memorial del Cinturón de Hierro, explica en una entrevista para Eitb, que el Gobierno vasco era consciente de que la ciudad estaba a punto de caer. Creyeron que lo único que podían hacer era retrasarlo sacrificando varios batallones de gudaris y milicianos. Así, facilitaron la salida de unas 200.000 personas de la ciudad. Se calcula que hubo más de 1.500 muertos y 3.500 heridos. 30.000 niños y niñas fueron evacuados al extranjero. Las cifras, desconocidas en la ciudad, dan cuenta de lo salvajes que fueron aquellos días y de lo lejos que parecen quedar aquellas muertes. Las familias de muchos de esos hombres jóvenes que tomaron aquellos días los montes de Bilbao para defender la ciudad, sin embargo, siguen acudiendo fieles a los homenajes. En el monte Artxanda, junto a una gran huella de hierro del portugalujo Juanjo Novella, celebran este junio el 85 aniversario de aquel junio tan complicado.
Mientras tanto, a pesar del calor y de la lluvia, de las dificultades técnicas y de cierta presión mediática, en el cementerio de Begoña siguen escarbando. Dicen que en los huesos hay mucha información, que algunas enfermedades se quedan grabadas; buscan pistas y respuestas con un objetivo: devolver la dignidad a quienes fueron asesinados por defender su ciudad. No se atreven a decir cuándo acabarán. De momento, todo parece estar patas arriba y, sin embargo, cada vez les quedan menos dudas.