El héroe que admiraba a Hitler
Este iba a ser el comienzo de una historia. La de mi abuelo Abundio. El abuelo que nació en un...
Este iba a ser el comienzo de una historia. La de mi abuelo Abundio. El abuelo que nació en un pueblito de Burgos en 1921 y que sin ninguna perspectiva de futuro se alistó como voluntario a los 21 años para combatir en la II Guerra Mundial del lado de los alemanes y se subió a un tren rumbo a Rusia para acabar con el comunismo por un buen puñado mensual de pesetas.
Iba a ser la historia de un chaval sin ideología, que vio en la División Azul su única posibilidad de huir de la pobreza y de empezar una nueva vida. La historia de un chaval que acabaría renegando de aquella ‘aventura’ que inició en 1942. El relato con el que construí el recuerdo de mi abuelo, del que me despedí un 13 de noviembre de 1995 a las puertas de un quirófano del hospital Vall d’Hebron de donde no salió con vida.
Yo tenía entonces 23 años y Abundio era el primero de mis cuatro abuelos en morir. Era mi abuelo de Barcelona, mi yayo, el del ceño fruncido y la sonrisa con agua en la mirada, el que farfullaba con los labios hacia afuera y cara de enfado supremo para hacernos reír, el que me sacaba al balcón (la galería, decía él) a almorzar a media mañana –secayona, pan y vino de la bota que tenía colgada en la terraza (el vino solo para él)– mientras mirábamos la vida pasar y la churrería echar humo en la calle Guineueta del barrio barcelonés del mismo nombre.
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El 4 de octubre pasado creé un grupo de whatsapp con mis tres tíos (que viven en Barcelona) y mi padre (en Madrid), todos hijos de Abundio, para pedirles información para este artículo. Mantuve conversaciones telefónicas con algunos, recibí varios audios, mails, una carpeta repleta de documentos, fotos y postales de la época, y un trabajo manuscrito, hecho en 2004 o 2005 por una de mis primas, basado en gran parte en testimonios de mi abuela, que fallecería unos 10 años después.
En una de las primeras conversaciones, una tía me dijo: “La verdad es que después de tu mensaje estuve pensando... Y realmente no tengo claro que él renegara de aquello”. En aquel momento la historia empezó a cambiar... aunque en el fondo siguiera siendo la misma.
Agujeros negros
Es posible que sea una historia incompleta, porque se escribe a partir de los recuerdos. Recuerdos de quienes están y de quienes ya no están; recuerdos esforzados y recuerdos reciclados, pasados por el tamiz de unos y otros, con sus agujeros negros y retoques involuntarios. Al fin y al cabo, no hay nada más humano que intentar preservar intacta la imagen que cada cual tiene de sus seres queridos.
Pero, ¿cómo de real es esa imagen? ¿Cuánto hay de verdad y cuánto de reconstrucción a nuestra medida? Porque la memoria se escribe a partir de los hechos, pero también a partir de los silencios, de las preguntas nunca formuladas o planteadas en voz baja, casi inaudible, por si la respuesta se transforma en derrumbe de lo nuestro; sea lo que sea lo nuestro.
Y en esta historia hay algunos derrumbes.
Al parecer mi abuelo sentía en su juventud admiración por Hitler y por eso se alistó en la División Azul. Le había tocado vivir la Guerra Civil en el lado franquista, en ese pequeño pueblo burgalés en el que su familia tenía como único medio de subsistencia el pastoreo equino después de que su padre, un ‘viva la vida’, vendiera todas las tierras a su hermana. Abundio pudo estudiar lo justo para saber leer y escribir.
La perversión del comunismo
Por aquel entonces, la propaganda anticomunista copaba todos los espacios. En plena Guerra Civil, y dos años antes de que comenzara la II Guerra Mundial, el Papa Pio XI definía el comunismo en la encíclica Divini redemptoris del 19 de marzo de 1937 como “intrínsecamente perverso y que despoja al hombre de su libertad, de su conducta moral y suprime en la persona humana toda dignidad, privándola de todos sus derechos naturales”...
Cuatro años después, el ministro de Asuntos Exteriores de la época, Ramón Serrano Súñer, anunciaba la creación de la División Azul con las siguientes palabras: “Camaradas: No es hora de discursos, pero sí de que la Falange dicte en estos momentos su sentencia condenatoria: ¡Rusia es culpable! ¡Culpable de nuestra Guerra Civil! (…) ¡El exterminio de Rusia es exigencia de la Historia y del porvenir de Europa!”.
Un brigada del Ejército le había hablado ya a mi abuelo de la División Azul y de las posibilidades que tendría después –si volvía vivo y no mutilado– de incorporarse a la Policía Nacional o a la Guardia Civil. El sueldo de un divisionario era goloso: para un soldado raso, aproximadamente el doble del salario de cualquier trabajador no cualificado en España (un minero, 3.655 pesetas; un albañil, 3.670 pta., según escribe Xavier Moreno Juliá en La División Azul. Sangre española en Rusia, 1941-1945 [Editorial Crítica. 2004]).
Así que, en agosto de 1942, a punto de cumplir los 21 años, se montó en un tren dispuesto a aniquilar el bolchevismo, en el primer reemplazo de los divisionarios que habían partido de España en el verano del año anterior. Hasta entonces su mundo acababa en Burgos capital; ahora el traqueteo del tren le ponía el universo casi entero a sus pies.
Atrás, en el pueblo, su prometida –luego mi abuela, Laurentina–, que se negó a recibir mensualmente el salario de Abundio, porque no podía ser depositaria de ese dinero en calidad de futura esposa mientras no comprobara que regresaba salvo y entero; según dijo muchos años después a una de sus nietas, tenía claro que no quería casarse con un tullido. (Levantamiento de cejas y reacciones diferentes entre sus descendientes directos: “No me cuadra, a mí nunca me dijo eso”; “me suena, pero en cualquier caso no me sorprende”... Derrumbe).
El dinero fue a parar a manos de mi bisabuelo, el pastor, que se lo ‘fundió’ convenientemente en placeres mundanos. El sueldo de los 18 meses que mi abuelo estuvo en Rusia, la mayor parte de ellos en el frente de Leningrado; los ahorros que le habrían permitido iniciar una nueva vida.
Sin un real y con lo puesto –le robaron, además, el macuto en la frontera–, regresó a España en 1943, al pueblo donde ya solo tenía pasado. Se incorporó a la Guardia Civil en 1946 y en ese mismo año se casó con mi abuela, aunque ella continuó aún unos meses en el pueblo mientras él era destinado a Banyoles (Girona), donde estuvo –“muerto de miedo”, según contaba– persiguiendo maquis, entre ellos al anarquista Quico Sabaté. De ahí al puerto de Barcelona, a realizar tareas de control en la aduana en pleno auge del estraperlo. Luego, al centro de interferencias del cuartel de San José de la Montaña, para intentar bloquear las emisiones de Radio España Independiente (La Pirenaica), emisora clandestina que logró burlar al franquismo durante 36 años desde Moscú y Bucarest. Desencantado, dejó la Guardia Civil en 1955.
El desencanto
¿Desencantado con qué exactamente? Esta es posiblemente la pregunta que más ha costado responder para este artículo.
El 11 de noviembre de 1947 ocurrió un suceso que acabaría marcando el final de su etapa en la Guardia Civil. En su puesto de guardia segundo en la aduana del puerto de Barcelona, mi abuelo autorizó a un guardia urbano a pasar con cinco kilos de azúcar. El urbano le regaló un puro.
En mi familia siempre se contó –y se sigue contando– que le tendieron una trampa para quitárselo de encima porque era “muy honrado” y “no dejaba pasar una”. Ahora, al leer el parte que se redactó entonces y ver las horas de los hechos, puede tener sentido esa versión: el propio guardia urbano habría denunciado a mi abuelo y dijo que lo había sobornado con un billete de cinco pesetas; el teniente que firma el parte creyó al urbano. (Para poner en contexto lo que eran cinco pesetas, según la Libreta de Vestuario y Masita en la que se anotaban los gastos de uniforme de los miembros del Cuerpo, el precio de unas botas en 1953 era 87 pesetas).
Esto le costó un arresto de ocho días, un expediente y muchas dificultades dentro del Cuerpo. Años después, el general Camilo Alonso Vega, director general de la Guarda Civil desde 1943 hasta 1955 y apodado el director de hierro, le afeó su expediente durante una formación militar y lo abofeteó ante todos.
Otro detalle que influyó en su desencanto fue la huelga de tranvías de marzo de 1951 en Barcelona. Unos meses antes, hubo un llamamiento al boicot del tranvía tras anunciarse una subida del precio del billete de 0,50 a 0,70 pesetas. Aquello desembocó en protestas y en una huelga general. La Policía armada y la Guardia Civil ocuparon la ciudad y se produjeron importantes cargas policiales que acabaron con una cifra indeterminada de muertos, entre tres y cinco, según cuenta Fèlix Fanés en su libro La vaga de tramvies del 1951 (Editorial Laia, Barcelona, 1977). Mi abuelo tuvo que salir a patrullar en esos días, pero a los suyos les dejó claro que entendía las protestas de la gente y que se sentía incómodo con el papel del Cuerpo.
Dionisio Ridruejo y el viraje
Parte de la Guardia Civil abierto a Abundio Pérez el 11 de noviembre de 1947.- ARCHIVO FAMILIAR
Aunque mantuvo contactos con gente de la Falange y con excombatientes de la División Azul durante un tiempo indeterminado –dos de sus vástagos cursaron estudios en un colegio de la Falange–, en 1958 ya era sabido por su hijo más mayor que se proclamaba admirador de Dionisio Ridruejo, una vez este ya había iniciado el viraje ideológico que lo acabaría situando en contra del régimen franquista.
En aquel momento tenía cuatro hijos, el último recién nacido, y esto los convertía en familia numerosa y, por tanto, en beneficiarios de una ayuda semanal en forma de ‘queso amarillo’ y leche en polvo. En esos primeros años tras salir de la Guardia Civil, mi abuelo trabajó de día a jornada completa como vigilante de seguridad de la empresa Tatay y por la noche como vigilante en otra empresa de Les Corts; luego acabaría en Aspes como vigilante nocturno, compaginándolo con el reparto del periódico matutino La Soli (La Solidaridad Nacional); después pasaría al almacén de Aspes, y finalmente acabó contratado como cajero/contable, puesto en el que se jubiló. Mi abuela, mientras, aparte de criar a sus cuatro hijos, hacía las tareas domésticas en casa de la señora Rosita, y cuando acababa allí, confeccionaba para terceros en su casa, primero bañadores y después, mantelerías.
Cuando digo ‘su’ casa es una manera de hablar. Porque desde su llegada a Barcelona habían vivido en el barrio chino (hoy el Raval); realquilados en varios pisos; en el cuartel de San José de la Montaña hasta su salida de la Guardia Civil; de nuevo realquilados; alquilados en un piso en Poblenou; y, finalmente, ya en 1964, en la vivienda de la Obra Sindical en la Guineueta, en cuya humilde terraza acabaría almorzando con su nieta mayor más de una década después y sobre cuyo suelo de baldosín de barro naranja meditaría el sentido de su voto en las primeras elecciones democráticas tras la dictadura, las de 1977.
“Papá, ¿sabes a quién votó?”.
Risas. “Al PSOE”.
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“En plena dictadura, a mediados de los años 60, se creó en la parroquia de San Mateo (barrio de la Guineueta) una escuela infantil, la Escola Ginesta, en la que se daban clases en catalán y de catalán (estamos hablando de un barrio obrero castellanohablante). Mosén Comerma me dijo que tuvieron muchas dificultades para poderla abrir y que el hecho de que un excombatiente de la División Azul, como mi padre, avalase con su firma la creación de la escuela contribuyó a eliminar obstáculos para su apertura. Una vez le pregunté si fue consciente de lo que hizo. Su respuesta fue que él consideraba justo que se abriese una escuela en la parroquia del barrio y que con eso bastaba”. Testimonio de uno de los hijos de Abundio.
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Para mí, Abundio sigue siendo el yayo que me montaba en los caballitos, olía a cebolla y ponía de vuelta perejil a cualquier político que osara asomarse por su tele de tubo; el que compraba El País, se veía con el mosén del barrio y asistía a la parroquia con la normalidad con la que tú bajas a por el pan.
También es el que nunca me preguntó si quería hacer la comunión, ni me llevó a misa, ni habló conmigo de mi condición de no bautizada.
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Todos descendemos de héroes. ¿Qué sería de nosotros si no fuera así?