Los pendientes rojos de mi abuela
En Azuaga (Badajoz) el tiempo siempre parece detenido. Este verano volví a visitar el pueblo después de 12 años sin...
En Azuaga (Badajoz) el tiempo siempre parece detenido. Este verano volví a visitar el pueblo después de 12 años sin ir. La última vez fue cuando enterramos a mi abuela. Mi abuelo había muerto ocho años antes. Pero Azuaga no tiene para mí el sabor festivo que tienen los pueblos para muchos hijos de emigrantes. Allí el silencio es antiguo y no se parece a la serenidad. Para mí el pueblo es nostalgia de algo que nunca tuvimos.
En la visita de este verano, mi hermana y yo supimos, de boca de mi tía, que mi abuelo Francisco había estado a punto de ser fusilado en la plaza de toros de Badajoz. Fue en 1939 al terminar la guerra. Un vecino delató a mi abuelo “por haber estado con los rojos” y lo llevaron a la cárcel de Badajoz. De allí lo trasladaron a la plaza de toros, pero cuando esperaba para su fusilamiento hubo un cambio de guardia. Dice mi tía que “el que entró entonces era un hombre bueno”, que dejó ir a 4 o 5, y entre ellos estaba mi abuelo. El resto se quedaron. Fue una decisión aleatoria.
Él tenía 22 años cuando salvó la vida por azar. Yo tengo 38 al descubrirlo. Ese azar determinó que la vida de mi abuelo siguiera hasta los 81 y tuviera tres hijas, una de ellas mi madre. Lo primero que pensé fue que yo no existiría, ni mi madre, ni mi hija, sin ese azar, y esa sensación me erizó la piel. Reconozco que fue un pensamiento egoísta. Si ese hombre no le hubiera sacado de allí, yo no estaría escribiendo esto.
En la plaza de toros de Badajoz, al empezar la guerra, asesinaron a 4.000 personas por orden del general Yagüe, una décima parte de la población de toda la provincia. Dicen que allí la sangre llegaba por los tobillos. He empezado a leer sobre aquello y no es fácil encontrar libros que expliquen con rigor un episodio tan duro, un genocidio... Al llegar al pueblo de vuelta de la cárcel, mi abuelo tuvo que hacer el servicio militar con los nacionales durante 3 años. Fue un tiempo en el que en Azuaga, como en tantos otros pueblos, se instaló el miedo, un miedo que ha sido heredado por los hijos de quienes lo vivieron y que a veces tengo la sensación de que convive a nuestro alrededor.
A mis 38, la vida de mis abuelos sigue siendo una fortaleza amurallada. Dice mi tía que mi abuela Concha no quería que mi abuelo les hablara de la época de la guerra para que no odiaran. Para que no odiaran. Solo con ese argumento siento justificado un silencio familiar que a veces ha dolido. He descubierto que en aquella época de odio y muerte hubo gente que estuvo por encima de la Historia. Y mis abuelos formaron parte de ese grupo de personas. Protegieron del odio y no de la verdad a sus hijas, y por defecto a quienes llegamos después. Siento que eso atenúa un poco mi curiosidad. Pero hay cosas que no sabremos ya nunca, y a algunos nos cuesta más que a otros aceptarlo.
Cuando los franquistas entraron en Azuaga, mi abuela tenía 18 años y huyó con su hermana de 10. Una vecina llegó corriendo a su casa y les dijo que se fueran. Bajaban las cuestas del castillo dejando atrás el pueblo cuando escucharon las primeras detonaciones. También se salvaron por poco, y no solo de la muerte. Violaron a muchas chicas. Es la normalidad de la guerra, el cuerpo de la mujer como campo de batalla. Qué poco se habla de eso…
Mi abuela Concha y su hermana llegaron a pie al pueblo cordobés de Peñarroya y cogieron un tren hasta Albacete. Y en el pueblo de Balazote se quedaron como sirvientas en una casa hasta que terminó la guerra. Cuenta mi tía que mi abuela se enteró por un periódico de la muerte de su mejor amiga junto a sus dos hermanas. Las fusilaron los nacionales en el cementerio de Azuaga a pesar de los esfuerzos de mucha gente por evitarlo.
Mi abuela nos contó una vez, esto sí, que al volver al pueblo y bajar en la estación, un guardia civil dijo en voz alta: “Mira qué pendientes rojos lleva esa”. Y se los quitó. Y quitarse los pendientes rojos fue solo el preludio de los años de angustia que vivirían en el pueblo. También nos contó que les obligaban a ir a la plaza del Ayuntamiento a ver cómo fusilaban a sus vecinos.
Mis abuelos se conocieron después de la guerra. Él dejó el campo y empezó a trabajar en las Minas de la Oscuridad, minas de plomo. Allí fue barrenero y también líder sindical, porque era el único que sabía leer y escribir. Mis abuelos vivían en el Cerro Hierro, la zona más pobre del pueblo. La miseria fue su realidad durante la posguerra. Mi madre dice que su casa no tenía suelo, y cuando llovía se convertía en barro. Dormían las tres hermanas en una cama y a veces no tenían mucho para cenar, apenas unas hogazas de pan con aceite o un huevo para las tres.
La hora de comer era distinta, pues iban a un comedor de servicios sociales cuando salían de la escuela. En Nochebuena las monjas repartían mantas, pero dice mi tía que a ellos no les daban, porque mi abuelo era minero y los mineros eran rojos y rebeldes. Ella y mi madre recuerdan oír los pasos de los guardias civiles sobre el tejado de su casa. Paseaban para vigilar los temas de conversación en sus casas o si sonaba La Pirenaica. Había una radio en una casa vecina y allí iban mis abuelos a escucharla.
Las pocas cosas que conozco de la vida de mis abuelos son lo suficientemente duras como para entender su frialdad. Una relación con pocos besos y abrazos. De pequeña no comprendía esa falta de ternura, pero lo hice con los años. Se la habían robado toda. La guerra y la posguerra les habían robado la vida y a nosotros su ternura. A algunos nietos y nietas nos quitaron una parte de nuestros abuelos, la del amor completo.
En aquella única conversación que tuvimos con mi abuela a nuestros veintipocos, aprovechando una entrevista que mi hermana le hizo para el máster que cursaba, mi abuela no quería contar muchas cosas de la guerra y decía: “Si unos hicieron, los otros no se quedaron atrás”. Y dijo algo que es difícil olvidar. Mi hermana le preguntó cuál había sido el día más feliz de su vida. “Ninguno”, dijo. Ninguno. ¿Entendéis lo que es eso? Una mujer que había amado, que tenía tres hijas, siete hermanos… Ninguno. Ese día entendimos que estaban rotos por dentro desde hacía tiempo.
Cuando ella murió le escribí un poema. Distancias, lo titulé. Porque “La lejanía se alojó en la mirada de mi abuela”. ¿Dónde estaba cuando estaba presente? ¿Dónde viajaba su mente? Solo ella lo sabía. En el silencio del cementerio de Azuaga hay más paz que en el de fuera. Desde hace unos años veraneo en Soria, en un pueblo muy cercano a San Leonardo de Yagüe. Este verano, 10 días después de saber más sobre el pasado de mi abuelo, paseaba por una vía verde cuando me topé con el cartel del pueblo: ‘San Leonardo de Yagüe’. Un cartel dedicado al hombre que ordenó matar a 4.000 personas en la plaza de toros de Badajoz, el mismo lugar donde estuvo a punto de ser fusilado mi abuelo. Ver ese cartel, en pleno 2019, me llenó de ira. Lo habría arrancado de cuajo.
Pero ¿qué habría conseguido? El único legado que, después de muchos años, me ha quedado de todo esto es no odiar. Es la única intención vital que conozco de mis abuelos. Entiendo que los políticos que nos representan a todos un día dignificarán el nomenclátor de este país y quitarán de las calles y los pueblos los nombres de criminales.
He aprendido que el azar puede llegar a ser determinante en la vida. Y, en comparación con la existencia de mis abuelos, yo sí podría elegir el día más feliz de mi vida, incluso tendría varias opciones por escoger… Así que si pudiera les diría que les quiero. Y añadiría: Gracias por sobrevivir y seguir adelante siempre, a pesar de la guerra y la posguerra, a pesar de todas las cosas.