Un huésped en los campos de Franco
“Si viajáis a un pueblo y observáis en su horizonte que el edificio más grande y alto es una iglesia...
“Si viajáis a un pueblo y observáis en su horizonte que el edificio más grande y alto es una iglesia en vez de una escuela, malo”. Esta frase me la solía repetir mi abuelo Julián cuando era niño. La reflexión no era suya. Era de su profesor, el excelentísimo Cándido Vicente Serrano, quien, por cierto, fue detenido por los golpistas del 18 de julio por, según ellos, quitar los crucifijos de las clases de la escuela y esconderlos en la buhardilla. Mi abuelo me dijo que todos los alumnos negaron ante las autoridades esa acusación, pero que el profesor, ya arrestado, se limitó a declarar que mucho poder no tendría el crucifijo si no podía bajar de la buhardilla. No sé qué pasó después con él.
Mi abuelo es Julián Pérez. Nació en Aveinte (Ávila) en 1919, es decir, tiene 100 años. Hoy es un hombre con un gran sentido del humor, que sigue disfrutando de los momentos en familia y que, obviamente, como tantos y tantos otros millones de españoles, se muestra muy preocupado por el ascenso de la extrema derecha. Pero si os cuento esta historia es por su pasado. Yo hoy tengo 37 años y cuando estaba en el instituto me encargaron un trabajo sobre la Guerra Civil. Ahí fue cuando le pregunté y mi abuelo me contó lo que hasta entonces había mantenido en silencio. Sacó toda la documentación, sus notas de la época, también me contó sus anécdotas, miedos e ideas. Y espero que no se me olviden nunca porque lo que siento por él es verdadera admiración.
Julián Pérez, mi abuelo, fue uno de los miles de españoles que estuvo preso en uno de los casi 300 campos de concentración que Franco dispuso por toda España. Antes, había luchado al lado de la II República y, después, fue obligado a combatir con los franquistas. De hecho, estuvo en una Agrupación Antitanques a las órdenes de militares alemanes del Ejército nazi. Pero por partes. Primero la Guerra Civil. Él tenía 16 años cuando todo comenzó.
Mi abuelo se juntaba en el barrio de Tetuán (Madrid) con gente de Juventudes Socialistas Unificadas en el colegio de las Salesianas, cercano a la Dehesa de la Villa. En esas reuniones se animó a querer formar parte y ayudar en todo lo que buenamente podía. Me contó que su hermano, Pablo, le advertía de los riesgos que estaba corriendo y que le pidió reiteradamente que abandonara esas ideas, pero mi abuelo no lo hizo. Supongo que, por joven e inexperto, no calibró bien las consecuencias.
Era socialista y veía de sentido común luchar contra el fascismo. Es más, aún hoy señala que no entiende cómo el fascismo, el racismo o la xenofobia pueden ser maneras de pensar ya que van en contra de los Derechos Humanos. Su primera tarea en la guerra fue vigilar día y noche un edificio en Ciudad Universitaria, donde se situaba la primera línea de batalla entre los golpistas que querían tomar Madrid y la resistencia republicana. Era invierno de 1936. En esos combates, me contó, fue herido de muerte Buenaventura Durruti. Por el contrario, el periplo de mi abuelo en la guerra acababa de comenzar. Más adelante fue movilizado en Albacete para su instrucción como camillero de Brigada. Pero la instrucción no fue tal. El primer día tuvo que ponerse a trabajar. No había tiempo para lecciones. Así pasó, según me cuenta, por Alicante, Valencia, Villareal…
Hasta noviembre de 1937. En ese momento fue apresado por los requetés (Organización armada de voluntarios del partido carlista) a la altura de Morella (Castellón). Según me cuenta, le dio tiempo a romper su tarjeta de Socorro Internacional y la de la UGT antes de que le mandasen al convento de San Marcos (León), que funcionaba entonces como un campo de concentración. ¿Les suena de algo este lugar? Hoy día es un Parador Nacional y no hay ninguna señal ni placa explicativa que recuerde que funcionó como un campo de concentración. Solo la memoria de personas como mi abuelo y ahora, gracias a su relato, la mía también.
Mi abuelo estuvo preso allí con cerca de 10.000 personas y se enfada cuando escucha que aquello era un campo de trabajo para presos republicanos. Me dice que el único trabajo que hacían allí era despiojarse los unos a los otros, lavar los cuencos donde comían y hacían sus necesidades, intentar dormir hacinados con tan poco espacio y ver cómo se llevaban a presos para darles el paseíllo. Sobre todo, a los más conflictivos, que solían ser asturianos. A veces me he puesto a pensar en esa espera. En los ratos pensando quién sería el próximo en salir. En esa agonía de pensar que puedes ser tú el próximo en ser ‘paseado’, en la mugre, en el frío que tuvo que sentir. No se me ocurre nada más duro.
No obstante, supongo que la mayor de las frustraciones la sentiría en 1965 cuando vio a Manuel Fraga, entonces ministro de Información y Turismo de la dictadura, inaugurar ese mismo convento, ese mismo campo de concentración como un hotel. Mi abuelo me contó, de hecho, que llegó a escribirle una carta a Fraga. Le escribió sobre su estancia en el campo de concentración y le pidió que, en la medida de lo posible, intentara procurarle una invitación al hotel ya que así podría disfrutar de una estancia “más cómoda” esta vez. Como veis, nunca le ha faltado sorna. Pero Fraga no contestó.
Afortunadamente, mi abuelo consiguió salir de allí. Un día, estando en el campo, reconoció a un guardia civil del pueblo y consiguió comunicarse con él (no sin problemas). El agente aceptó informar a Gaudencio (mi bisabuelo) que Julián estaba allí. A las semanas, mi bisabuelo y el hermano de mi abuelo, Pablo, consiguieron presentar unos avales para sacarlo de San Marcos y un mes después consiguió la libertad. A cambio tuvo que prometer por escrito que renunciaba a todo ideal republicano y que, además, se unía al bando nacional en su lucha contra la II República.
Era el 28 de mayo de 1938 y, honestamente, creo que mi abuelo hizo lo correcto. De no haber aceptado ya conocía su destino. Si no hubiese tomado esa decisión yo no estaría escribiendo estas palabras ni hubiese nacido nunca. Tenía dos opciones: morir o incorporarse al Ejército franquista. Eligió sobrevivir. Afortunadamente, según me ha contado, nunca tuvo que participar en ninguna batalla ni disparar su fusil contra otra persona. Su trabajo, según me ha dicho, se reducía a la camilla.
Su próximo destino, no obstante, no fue agradable. Le enviaron a la Agrupación Antitanques en Cedillo del Condado (Toledo). En esta Agrupación mandaban los alemanes, que eran los que daban las instrucciones sobre cómo se utilizaban los conocidos como antitanques. De hecho, tenían un tanque republicano que habían capturado y sobre él hacían sus dianas y probaban las consecuencias de disparar las balas de 38 centímetros. Más tarde sería enviado a formar parte de la Compañía Mixta de Infantería y al terminar la Guerra Civil tuvo que seguir en el Ejército. Llegaba la época de la ‘mili’. En aquellos años pasó por Málaga y Melilla, entre otros sitios.
Una vez acabada la guerra, la ‘mili’ y demás, sé que mi abuelo y su hermano cogieron una taberna y una pensión en Madrid. Al poco tiempo, se casó con mi abuela María Dolores y tuvieron a sus hijos: Fernando y Loli. También sé que no dejó de trabajar ni un segundo. En la taberna, en la pensión, como mozo de estación en el Metro y como vendedor de las salchichas Puskas. Había terminado la Guerra Civil, pero el objetivo seguía siendo el mismo: sobrevivir.