Cultura, política y libertad en la esfera pública contemporánea
La esfera pública contemporánea es muy diferente de épocas anteriores. Hoy en día es posible convivir con una cultura totalmente distinta: digitalizada y con una liberta de expresión mucho más abierta y diversa que la de años atrás
Norma: escapar siempre a la mirada crítica de los otros, siendo muy educado, no expresando opinión alguna, controlando minuciosamente los estados de ánimo que pueden ponerte en evidencia. Annie Ernaux, El lugar (1983)
Quién no ha escuchado o pronunciado alguna vez frases como "de eso no se habla" o "eso no se hace". Quién no ha asentido alguna vez a un comentario que consideraba disparatado. Quién no se ha abstenido de hacer algo por miedo al "qué dirán". Lo cierto es que todas las épocas y lugares tienen sus códigos de pensamiento y comportamiento, sus tabúes y sus lugares comunes. Todas las épocas tienen ideas básicas sobre cómo somos las personas, cómo es la vida, cómo son los otros y qué debemos hacer para salir adelante en una situación determinada. Estas ideas se heredan, pero a la vez cambian. Son visiones del mundo que no cuestionamos porque son útiles, si no indispensables, en una vida cotidiana que no deja tiempo para ser ecuánime, agudo y preciso a cada minuto. Estaría muy bien, pero sería demasiado trabajo añadido para unas vidas en las que ya trabajamos mucho.
Igual que los tópicos, las vergüenzas y los tabúes son parte de la cultura y organizan de manera barata y eficiente una parte notable de nuestra experiencia del mundo, tanto del mundo de afuera (la vida social y la realidad física) como el de adentro (la vida personal y lo inconsciente). No hace falta decir que estos lugares comunes no son elegidos con criterios científicos o democráticos. No pasan filtros de calidad. No nos hacen sentir necesariamente orgullosos. Y, sin embargo, son parte de la cultura.
Como recuerda Jazmín Beirak en su reciente libro Cultura ingobernable (Ariel, 2022), hay muchas maneras de entender la palabra "cultura". En sentido amplio, que es como más interesante resulta pensarla, la cultura incluye las decisiones de consumo que tomamos (libros, series, películas, conciertos, plataformas, podcasts, viajes de fin de semana, vacaciones, etcétera) y las instituciones de la esfera pública en las que participamos, formales e informales (colegios, iglesias, clubes deportivos, medios de comunicación, tradiciones, lenguas, partidos políticos, sindicatos). Pero también recoge un enorme abanico de prácticas cotidianas, desde las canciones que cantamos con nuestros amigos y los memes que compartimos hasta las historias que contamos a nuestros hijos y nietos, pasando por nuestro acento al hablar o nuestros miedos, alegrías y recuerdos compartidos.
A riesgo de simplificar, nuestra cultura se diferencia de las anteriores en que es la primera cultura netamente digital. Es decir, es la primera expresión consumada de la revolución digital y de las transformaciones del mundo que experimentamos desde finales del siglo pasado. Por supuesto, hay otras características de nuestra cultura que son importantes y de las que el adjetivo "digital" no da cuenta: igual que en los ochenta y noventa se habló de "sociedad del riesgo" (Ulrich Beck), "sociedad red" (Manuel Castells) e "ideología multiculturalista" (Slavoj Žižek), hoy discutimos en torno a las ideas de "aceleración social" (Hartmut Rosa), "cultura de la autoayuda" (Eva Illouz), "hipernormalización" (Adam Curtis) y "cancelación del futuro" (Mark Fisher).
Todas estas miradas suman algo a nuestro conocimiento del presente, aunque ninguna sirva para hacerse cargo de este en su totalidad. Cada vez más, pensar el presente no se parece a conceptualizarlo como un conjunto ordenado, sino a comprenderlo como un todo que, en vez de por partes, estaría compuesto por otros todos a su vez compuestos por otros todos y así sucesivamente. En parte, por este motivo se dice que vivimos en un mundo cada vez más "de nichos", porque es posible quedarse a vivir en uno de esos pequeños "todos" sin necesidad de salir de allí para crecer, consumir, conectar con otros y morir (más o menos) felizmente.
A mi entender, lo novedoso del presente tiene que ver, en buena medida, con la relevancia social de generaciones plenamente digitales; generaciones que tienen planteamientos políticos y vitales enraizados en una experiencia digital del mundo y de la vida personal, y cuyas formas de socialización son menos susceptibles de institucionalización tradicional (a través de la educación formal, los medios de comunicación generalistas y la maquinaria parlamentaria). En la era digital, la convivencia pública entre prácticas culturales y modos de entender la cultura a menudo contradictorios genera situaciones novedosas, así como espacios de conflicto y de acuerdo diferentes a los que conocíamos.
En este contexto, hay una conversación que, sin ser nueva, está adquiriendo una importancia cada vez mayor: es la cuestión de las "guerras culturales". En algunos diagnósticos, estas batallas simbólicas aspirarían a sustituir a la democracia liberal y al estado de derecho como modos de organización de la vida pública, dando pie a una época inequívocamente extremista y populista. En otros, la democracia estaría en peligro de convertirse en una pecera donde la polaridad fundamental ya no sería izquierda-derecha o arriba-abajo, sino extremismo-cinismo o, en el peor de los casos, supervivencia-fracaso. Lo importante de estos diagnósticos no es si son ciertos, pues los hay más y menos afinados, sino que se puede afirmar públicamente que hay demasiada "polarización" y que por todas partes hay "guerras culturales" sin necesidad de argumentar más. Es un presupuesto, no un análisis. Es un lugar común que, cada vez más, se activa inconscientemente como clave de lectura de cualquier situación cultural más o menos conflictiva, sea un caso de acoso sexual como el de Plácido Domingo o una decisión empresarial, como ocurre con los propietarios de los derechos de las obras de Roald Dahl. Según hemos sabido recientemente, en 2020, en el marco de la venta de dichos derechos a Netflix (y con el más que probable afán de incrementar los beneficios), la empresa Roald Dahl Story Company habría optado por retocar los textos del célebre autor galés para hacerlos más accesibles al gusto contemporáneo, generando entretanto un debate sobre la censura y sobre si novelas tan famosas como Matilda (1988) o James y el melocotón gigante (1961) son intocables o no. Visto que las partes empresariales implicadas han dado marcha atrás, cabe pensar que, visto el escándalo, las cuentas ya no salían. Y las cuentas era lo que estaba en juego, no la libertad ni la corrección política.
Este no es lugar para llevar a cabo una genealogía exhaustiva del término "guerras culturales", inequívocamente norteamericano (culture wars) aunque remita a una palabra alemana del siglo XIX (Kulturkampf). Pero sí conviene recordar que los mejores ejemplos de "guerra cultural" tienen muy poco que ver con el siglo XXI o con las redes sociales. Por ejemplo, el debate sobre la ley seca y sobre el estilo de vida inmoral supuestamente promovido por las estrellas de Hollywood en los años veinte; la pelea por cuál fue el auténtico jaque mate a los nazis en la II Guerra Mundial, si el contrataque soviético en el frente oriental o el desembarco de Normandía en el occidental; o, más recientemente, la pelea por el "corazón de América" que el comunicador ultraconservador Pat Buchanan, exasesor de Richard Nixon y Ronald Reagan, le planteó a los Clinton en los noventa. Así, los casos más representativos de "guerra cultural" datan del siglo XX y sus principales agentes han sido los movimientos conservadores y los activismos religiosos organizados en Estados Unidos, no las izquierdas del XXI. De hecho, suele ubicarse el origen del uso contemporáneo del término "guerra cultural" en un libro de 1991 del sociólogo norteamericano James Davison Hunter.
Si queremos comprender algo tan amplio y dificultoso como la cultura actual, considero útil partir de la idea clásica de Manuel Sacristán de que a lo profundo se llega desde algún lugar de la superficie. Y en la superficie de nuestra cultura, hace tiempo que tiene lugar un debate sobre la libertad de expresión y sobre si los límites de esta se han estrechado en los últimos años, más específicamente, desde el advenimiento de una supuesta hegemonía woke.
El término woke ("estar alerta", "estar despierto", en el sentido de ser consciente de la discriminación y las desigualdades sobre todo de raza y género) se origina a comienzos del siglo XX en el marco de los activismos negros estadounidenses, tal como han mostrado numerosos autores, entre ellos Maria Hlavajova y Sven Lütticken (2020) u Olúfẹ́ mi O. Táíwò (2022). Sin embargo, los usos contemporáneos del término woke tienen poco que ver con su historia. Más bien, woke se usa despectivamente desde posiciones culturalmente conservadoras (que no son solo de derechas) para describir una creciente actitud censuradora, moralista y puntillosa por parte de sectores activistas y de sus simpatizantes, casi siempre jóvenes en edad y digitales en sus prácticas políticas. Esta censura ocurre particularmente en materia de raza y género, pero tiene ramificaciones en ámbitos tan diversos como la salud mental, el cambio climático y los vínculos sexoafectivos, que serían las principales preocupaciones de la cultura woke y el lugar desde donde esta ejercería un control cuasi totalitario del lenguaje y la agenda política.
Se piense lo que se piense sobre los límites y posibilidades de lo woke, que los tiene, los discursos estándar anti-woke no dejan claro el origen del poder omnímodo que se atribuye a dichos movimientos. Es el caso del presunto "lobby trans" que estaría detrás de la Ley LGTBI aprobada en el Congreso de los Diputados el pasado mes de diciembre. Tres cuartos de lo mismo ocurre con la cuestión queer. No es difícil escuchar que la teoría queer es la mano que mece la cuna en las universidades, los medios y hasta las mentes de los profesores de primaria de nuestros hijos, cuando es fácil comprobar que lo queer ha tenido y sigue teniendo un lugar periférico y especializado en la cultura contemporánea. Por ejemplo, no hay "cuota" ni perspectiva queer significativa en los centros educativos y los medios generalistas, y frecuentemente las críticas a la omnipotencia de la censura woke se hacen desde altavoces más potentes y mejor financiados que los que tienen a su disposición los supuestos censores.
Sobre esta base, el problema que he propuesto a Nagua Alba, Andrea Galaxina, Marta García Miranda, Berta Gómez Santo Tomás, Begoña Gómez Urzaiz, Manuel Guedán, Marina Hervás, Layla Martínez y Elisa McCausland, que firman los textos de este número, no es si lo woke es bueno o malo. Tampoco si vivimos en un mundo "demasiado sensible". Mi planteamiento es que, aunque ahora se habla mucho de censura, si hacemos cuentas el periodo en el que más censura encontramos es el siglo XX. Esto no significa que antes no hubiera límites a la libertad, sino que solo con el surgimiento de las esferas públicas modernas, con sus respectivas industrias culturales, la censura se vuelve un agente cultural en sí misma. Esto ocurre aproximadamente en los años treinta del siglo pasado. Sea en la España franquista o en los Estados Unidos de la caza de brujas, en la Unión Soviética de Brézhnev o en la Francia de la guerra de Argelia, en el Reino Unido de Thatcher o en la Rusia de Yeltsin, lo cierto es que por el siglo XX sabemos muy bien qué es la censura: tanto la política como la moral y la religiosa, explícita e implícita, pública y privada, formal e informal. Con todo lo que sabemos, censura no es una palabra que deba usarse con ligereza.
A partir de esta reflexión, la pregunta que planteo es: ¿de qué obras y de qué fenómenos culturales en sentido amplio podemos disfrutar hoy, pero sabemos a ciencia cierta que por motivos legales, económicos, culturales o políticos habrían sido imposibles de producir o distribuir hace veinte, treinta, cincuenta años? Por poner un ejemplo clásico, conocemos por la historia del cine norteamericano que el código de producción cinematográfica de Hollywood, vigente hasta 1968, prohibía (aunque de facto solo lo hiciera hasta 1956) la representación de relaciones románticas y sexuales interraciales, lo cual haría imposibles no ya obras feministas, que también, sino productos mainstream como El guardaespaldas (1992) o Pocahontas (1995). Lo mismo ocurría con las escenas de parto, que estaban prohibidas explícitamente por el código. Hoy no tenemos ningún problema con esto ni con tantas otras cosas que antes resultaban conflictivas.
Valga otro ejemplo. Es obvio que no podemos demostrar que Lolita, de Vladimir Nabokov, se publicaría hoy igual que en 1955 porque esto ya sucedió… en 1955. Por eso es un icono de la literatura del siglo XX. Pero sí podemos preguntarnos por el estado de la cultura contemporánea desde el punto de vista de lo que hoy decimos fácilmente, pero que antes no se decía. Porque estaba prohibido, porque la industria de turno lo frenaba, por motivos de hecho o de derecho, por lo que fuera. Estoy convencido de que cada cual encontrará sus propios ejemplos si se pone a ello.
Aunque solo sea por estos motivos, considero que vivimos en una cultura más libre que la que nos precedió. Más abierta y diversa, por ejemplo, que la de mis años ochenta y noventa. Años en los que no se podía expresar libremente la violencia que experimentabas en el colegio (y eso también es libertad de expresión); años en los que culturas y hasta continentes enteros, opciones profesionales y estilos de vida perfectamente válidos, no existían hasta que rompías con tu educación, si no con tu familia y con el lugar donde habías crecido. La institución, con respecto al individuo, siempre tenía más fuerza. El proveedor siempre tenía la razón. En mi experiencia, por más que la nuestra sea una cultura cortoplacista, cargante y por momentos desesperante, que lo es, seguro que no es una cultura más estrecha. No es una cultura que cierra, sino que abre cada vez más conversaciones y que, por tanto, respira más holgadamente. Es una cultura que, al contrario que en otras épocas, no pasa una página si antes no la ha leído, aunque sea con prisas y en el móvil.
Para responder a estas cuestiones, Alba recuerda el "escándalo" del pezón de Janet Jackson; Galaxina vuelve a la crisis del VIH/sida y a las representaciones del deseo homosexual en los noventa; García Miranda piensa las transformaciones del lenguaje en conversación con la poeta Luz Pichel; Begoña Gómez lee a Annie Ernaux y Rachel Cusk para comprender cómo se ha expandido el universo de subjetividades femeninas disponibles; Berta Gómez ilumina el papel de los algoritmos y las grandes corporaciones en la esfera pública digital; Guedán se fija en el sexo que vemos en las películas y en lo que nos enseña sobre la libertad; Hervás reflexiona sobre el sonido y qué significa tener una "voz femenina" desde Cantando bajo la lluvia (1952) hasta Motomami (2022); Martínez revisa el retorno de la perspectiva de clase en la escritura de Sally Rooney y Elena Ferrante, así como en el cine de Jordan Peele; por último, McCausland se pregunta por los límites y posibilidades de la diversidad en superproducciones como Sandman y en las recientes precuelas de Juego de Tronos y El Señor de los Anillos, todas ellas estrenadas en 2022.
Vaya mi agradecimiento al gran trabajo que han hecho y a Público por el espacio para tener una conversación que a mi entender es importante y en la que, idealmente, tendríamos que poder expresarnos con absoluta libertad y respeto. Como afirmaba Friedrich Nietzsche en Aurora, la "medida natural de todo intelecto" la da cómo entendemos y cómo reproducimos las opiniones de quienes piensan diferente:
"El sabio auténtico, sin pretenderlo, eleva a su adversario al ideal, eliminando de lo que este le opone cualquier defecto o contingencia: solo entonces, tras haber hecho de su adversario un dios provisto de armas relucientes, lucha contra él".
Quizá Nietzsche exageraba con esto de endiosar al otro, pero puestos a elegir, más vale la exageración inteligente que la moderación sin sustancia.