El retorno de la clase
La economía es el verdadero problema en la vida de los jóvenes. Sin embargo, es la diferencia en los tipos de clases sociales existentes a lo largo de la historia de la que emana ese problema
En las entrevistas que siguieron a la publicación de su novela Conversaciones entre amigos (Literatura Random House, 2017), a la escritora Sally Rooney le preguntaron una y otra vez qué significaba ser millennial. Como a tantas otras, la prensa le había adjudicado el título de "voz de su generación", así que los periodistas esperaban que hablase de lo que ellos mismos habían señalado como marcas de identidad de lo millennial, incluidas cosas como comer aguacates y subir muchos selfies a Instagram. Pero Rooney les sorprendió. Como cuenta Eudald Espluga en su ensayo No seas tú mismo (Paidós, 2021), la autora respondía con terminología de lucha de clases y se definía como marxista: "La esencia que define a los millennials es que se encuentran en una posición económica precaria. Esto es lo que me interesa. Me importa una mierda si la gente se hace selfies o no. No es relevante. Algunas personas lo hacen y otras no, mientras que la característica esencial es la económica".
Estas opiniones le granjearon muchas críticas, pero era cierto que el libro de Rooney se puede leer en términos de clase social y, de hecho, esa lectura es la más interesante. Sin ella se queda en una historia no demasiado profunda sobre las relaciones eróticas de los protagonistas, pero si le añadimos la condición económica, apunta a mucho más. Como señala Espluga, "si la juventud de las protagonistas era relevante en algún sentido, lo era desde una perspectiva de clase, es decir, en tanto que retrato de cómo la condición económica volvía a ser un factor importante en la construcción de una sensibilidad generacional". Aquí da en el clavo: lo más destacable de la novela era precisamente cómo reflejaba el hecho de que la clase volvía a ser clave para entender cómo se ve a sí misma la generación millennial y cómo experimenta lo que le sucede.
En Gente normal (Literatura Random House, 2018), su siguiente novela, Rooney explicitó todavía más esta cuestión: narra la relación entre la hija de los dueños de una mansión y el hijo de la mujer que la limpia y cómo esta diferencia de posición hace imposible que se encuentren. Marianne y Connell tienen experiencias del mundo tan diferentes que no son capaces de entenderse, por mucho que lo intenten. La clase social lo condiciona todo, late detrás de cada miedo y de cada deseo. Las ventas millonarias del libro, mayores que las del anterior, certificaban que esta visión era capaz de conectar con la sensibilidad de una buena parte de la población. Después de décadas de ausencia, parecía que la cuestión de la clase había vuelto definitivamente al mainstream.
Por supuesto, Rooney no era la primera ni la única en volver a poner la clase en un lugar central. En 2011, Elena Ferrante había publicado La amiga estupenda (Lumen), el primer volumen de lo que acabaría siendo la tetralogía Dos amigas. La historia de la amistad a lo largo de los años de Lila y Lenù sirve a Ferrante para hacer una profunda exploración del machismo, pero también de la clase. De nuevo, la posición social lo condiciona todo, incluso la vida de los pocos que consiguen ascender. Ferrante no pertenece a la generación millennial y la mayor parte de la saga no transcurre en la actualidad, por lo que su enorme éxito mostraba que la sensibilidad de clase se estaba empezando a extender por toda la sociedad. Rooney, entre otros, había trasladado esa sensibilidad a la experiencia millennial, pero el retorno del discurso de clase al mainstream no se limitaba a una generación.
De hecho, tampoco se limitará a la literatura ni al realismo social. En el cine también encontramos ejemplos, algunos de los mejores en géneros como el terror y el fantástico. La película de Jordan Peele Nosotros (2019) utiliza un subgénero del terror conocido como Home Invasion (asalto a la vivienda) para desplegar una visión radical de la sociedad de clases. Es un catálogo de los miedos de las clases medias, desde la pérdida de la propiedad privada a la desestructuración de la familia tradicional, pero, sobre todo, una metáfora del terror que sienten los privilegiados a que las clases bajas, que viven literalmente en el subsuelo y en aulas (es decir, en clases, para que la metáfora no deje lugar a equívocos), cuestionen y destruyan el orden de las cosas.
Otro ejemplo brillante es Perdona que te moleste (2018), dirigida por Boots Riley. Más arriesgada todavía que la anterior, cuenta el ascenso del protagonista dentro de la empresa de telemarketing en la que trabaja. Después de hacer una crítica feroz, y a la vez muy cómica, a la mentalidad aspiracional, da un giro hacia lo fantástico para denunciar cómo el capitalismo acaba convirtiéndonos en monstruos, pero también para señalar que podemos utilizar esa monstruosidad para vencerlo. Es posible que justo este giro fantástico que incluye hombres-caballo de aspecto extraño rechinase a mucha gente, lo que quizá explica por qué no ha tenido más éxito, pero en mi opinión es justamente ahí donde está lo más interesante.
La burla del relato aspiracional en la primera parte está bien, pero la propuesta de utilizar la monstruosidad que nos ha inoculado el capitalismo para oponernos a él es brillante. A esto se une que no sigue los códigos estéticos del mainstream estadounidense: los personajes son extravagantes, los colores saturados, la ambientación pasada de vueltas, los monstruos son cutres y casi parecen de concurso escolar. No trata de gustar a un público de clase media, sino de crear algo ajeno a sus lógicas y que consiga incomodarlo. Y ese imaginario y esa estética radicales son justamente los que hacen la película tan importante. No solo contribuye a traer la clase al centro del debate, sino que lo hace desde una propuesta estética que no responde a los códigos habituales.
Llegados a este punto, se podría argumentar que hay casos anteriores en los que la clase y la condición económica están en el centro. Por supuesto. En primer lugar, hay que precisar que con el retorno de la clase al mainstream me refiero a una comparación con las décadas inmediatamente anteriores, en concreto con los ochenta, noventa y primera década de los dos mil.
Antes de eso, la clase había ocupado un lugar importante, pero en ese momento comienza a imperar un discurso fuertemente meritocrático y aspiracional que se combina con el desprecio y la ridiculización de las clases bajas y la pobreza, como señaló Owen Jones en su libro Chavs (Capitán Swing, 2011). Pero incluso durante esas décadas, hay autores y directores como Ken Loach que siguen reflexionando sobre ello dentro del mainstream. No obstante, hay una diferencia cuantitativa importante. Ahora no solo hay muchos más ejemplos, sino que además se percibe un fuerte desgaste del discurso meritocrático y aspiracional, sobre todo en las personas más jóvenes, ya de la generación zeta.
Esta es precisamente la diferencia con el discurso inmediatamente anterior al del momento actual, que se desplegó en el mainstream entre aproximadamente 2005 y 2015 y que se centraba en la precariedad. Probablemente el mejor ejemplo sea Girls, de Lena Dunham (2012-2017). En esta serie la situación económica ocupa un lugar central del relato, pero el discurso no es de clase, sino de precariedad. La diferencia es sustancial, porque la precariedad es entendida como algo pasajero, por lo que puede combinarse a la perfección con la meritocracia y la aspiración de ascender: después de una travesía en el infierno de los pisos compartidos y los trabajos freelance, los personajes consiguen su merecido lugar entre las clases medias.
Generalmente, soy muy crítica con el discurso de la precariedad, pero en una charla que compartimos recientemente sobre esta cuestión, el filósofo César Rendueles me hizo ver un lado positivo: sirvió como puente entre la ausencia del discurso de clase de los ochenta y noventa y el retorno que estamos experimentando hoy. Para que en el mainstream pudiesen entrar productos culturales más radicales como Nosotros, antes fue necesario que las narrativas sobre la precariedad empezaran a sensibilizar a la población. En esa misma charla, uno de los asistentes nos preguntó si no creíamos que este discurso sobre la clase iba a acabar asimilado por el capitalismo y, por tanto, despojado de cualquier potencial de cambio. Nuestra respuesta fue un sí rotundo.
En este sentido, Espluga cuenta una anécdota sobre Sally Rooney. Cuando la editorial que publicó su primer libro diseñó la estrategia de ventas, no tuvo en cuenta la lectura de clase. Se hablaba de una "obra inteligente sobre la amistad, el deseo y los celos", de una "historia sobre la inocencia, la infidelidad y el espejismo del libre albedrío", de una "novela de iniciación y un alegato feminista". Pero cuando Rooney comenzó a dar entrevistas en las que hablaba en términos marxistas y vieron que, en lugar de rechazo, eso provocaba una cuota extra de atención, la estrategia cambió. Espluga cuenta cómo "la Jean Austen del precariado", una descripción paródica que se había creado para criticar la etiqueta de "voz de su generación" que se le había endosado a Rooney, fue acogida con gusto por la prensa y por la campaña de promoción y se acabó usando de forma no irónica: "si queréis clase, también os la podemos vender".
Una de las cosas más alucinantes del capitalismo, y uno de los pilares fundamentales de su sostenimiento, es su enorme flexibilidad y capacidad de adaptación. Puede convertirlo absolutamente todo en una mercancía, también las críticas contra él. Muchas veces lo hace banalizándolas y estetizándolas, es decir, reduciéndolas a sus elementos menos desestabilizadores. Se pueden poner ejemplos hasta la extenuación, desde la conversión de líderes revolucionarios en fenómenos pop a la transformación de himnos antifascistas en temas de techno.
Esto es innegable, pero quizá sea preferible a una vuelta al escenario de los años ochenta y noventa, cuando la clase trabajadora estaba prácticamente desaparecida de la producción cultural de masas (y si aparecía era solo para ser ridiculizada). La presencia del discurso de clase en el mainstream tiene al menos un par de ventajas.
Por un lado, a las personas de clase trabajadora nos permite reconocernos en los personajes, sentir que nuestras experiencias son compartidas por mucha gente. Recuerdo perfectamente la emoción de leer las experiencias universitarias de personajes como Lenù y Connell, que eran similares a las que yo había tenido (decepcionantes en lo personal y agotadoras por tener que combinarlas con el trabajo) y muy diferentes de la época de hedonismo e iniciación a la vida adulta que parecen representar para las clases medias y altas (al menos a juzgar por la mayoría de los productos culturales). Además, esto contrarresta la enorme sobrerrepresentación de las clases altas en la literatura y el cine, fuertemente ligada al hecho de que, en su mayor parte, son sus miembros los que escriben y dirigen.
"Las injusticias, la explotación y la desigualdad que genera la sociedad de clases vuelven a estar encima de la mesa"
La otra ventaja es que permite poner sobre la mesa las injusticias, la explotación y la desigualdad que genera la sociedad de clases. Es cierto que hablar de un problema no equivale a solucionarlo, pero quizá el hecho de que estos productos estén en el mainstream puede ayudar a sensibilizar a la opinión pública y lograr que sean más permeables a discursos radicales y rupturistas. Esto, por supuesto, dependerá de otros muchos factores, pero, al menos, se ha vuelto a abrir una puerta que hace unas décadas no existía.