En 2007, cuando empezó esta aventura de Público, yo tenía siete años recién cumplidos: vivía perdida en la mediana ciudad de Plasencia, rodeada de pavos reales, con una puerta del Sol que pensaba que habían copiado los madrileños, y no sabía demasiado sobre lo que era un medio digital.
La crisis económica que vendría después no me llegó por las noticias, sino por sus efectos. Se supone que empezamos a tener recuerdos a partir de los tres años y algo: yo sólo viví siete en un mundo en el que no existiera Público. Se dice pronto. Cuando pienso en cómo Alejandro Torrús me llamó para formar parte de este periódico, al cual apenas le saco, como digo, siete años, pienso también en que soy, de toda su plantilla de periodistas y columnistas, la que se lleva menos años con el periódico en sí mismo; si no es así, que me lo desmientan.
Parece que han pasado muchos más, porque todo se ha vuelto ahora muy vertiginoso, pero su edad aún me capacita para ser, en relación con este, nuestro digital, como esa tía enrollada que se permite consentirle algunos caprichos a su sobrino adolescente. Espero, humildes columnas mediante, haber aportado algo de análisis, algo de crítica y algo de ternura a los quince años de este periódico, que ya forma parte también —y para siempre— de mi propia historia.